La historia del software europeo durante la década de 1980 es una historia de nombres propios que va más allá de los videojuegos que alumbró. Incumbe a las empresas que los crearon, que en algunos casos adquirieron un gran prestigio y estaban en boca de todos. El anuncio de un nuevo lanzamiento de Mikro-Gen, Durrell o Hewson era un acontecimiento capaz de generar una expectación inusitada. Especialmente cuando se asociaba a sus mejores programadores, tratados a veces como si fuesen estrellas del rock.
Steve Turner Superstar.
El nombre de esas empresas aún perdura en la memoria de numerosos fans de los videojuegos clásicos, pero algunas merecerían mayor consideración de la que tienen, sobre todo comparándolas con otras que hoy gozan de más caché. Es el caso de Gremlin Graphics, una empresa que salió virtualmente de la nada, del rincón más sucio y gris de una ciudad como Sheffield (que ya es decir, siendo aquel uno de los rincones más sucios y grises de toda Inglaterra). Creció hasta convertirse en una de las mayores casas de software del mundo, con trescientos empleados en nómina, y hasta su defunción en 2003 pudo presumir de un catálogo de calidad prácticamente intachable aparte de extenso.
Ya en los 80, todos podíamos citar juegos malos de Ocean (en su caso muchos, a decir verdad) o incluso de Ultimate (Inhotep es una calamidad); pero nombrar un juego de Gremlin literalmente calificable como «malo» no era tan fácil. Future Knight, Trailblazer o Footballer of the year podían ser flojos, pero no malos; y el último hasta podía resultar divertido. Hoy, la mayoría de los juegos que Gremlin publicó para el Spectrum han envejecido con más dignidad que los de otras compañías populares de aquella época. Su catálogo oculta joyas a reivindicar como Tour de Force y el topo Monty, protagonista de cinco juegos desde 1984 hasta 1990, quedará para siempre como una de las «mascotas» no oficiales del ordenador de Sinclair.
Nacido al sur de Inglaterra, en el condado de Surrey, Ian Steward se trasladó a Sheffield de joven buscando trabajo. Quería hacerse ingeniero como su padre, no por una cuestión vocacional sino porque vio que era una fuente segura de ingresos. El padre le enchufó como aprendiz en la empresa donde trabajaba y Steward se las prometía felices, pero se equivocó: el trabajo le aburría mortalmente. Se le hacía cada vez más insoportable, y poco después lo dejaba para dedicarse a vender cachivaches electrónicos y de alta fidelidad en una tienda.
Lo que todo el mundo interpretaría como un paso atrás (más aún cuando ya había conocido a la que sería su primera esposa, quien poco después se quedaría embarazada) le permitió descubrir su auténtica vocación: con su indudable encanto personal y un pico de oro, Steward se destapó como un vendedor nato, de esos capaces de endilgar hielo a los esquimales. Fue entonces cuando conoció a Kevin Norburn, compañero de fatigas laborales con el que enseguida hizo buenas migas. Ambos eran conscientes del fuerte auge que el mercado de ordenadores domésticos estaba experimentando en el Reino Unido gracias a artefactos como el Spectrum, y decidieron montar su propia tienda para venderlos.
Aunque prometedora, la idea no estaba exenta de riesgos: en otro tiempo Sheffield había sido la acería del Imperio británico, pero para 1983 toda su industria pesada se encontraba en fase de desmantelamiento y la ciudad se había convertido en la versión inglesa de Detroit, con tasas de paro estratosféricas y una economía arruinada para siempre jamás. No parecía el lugar más apropiado para montar una tienda de ordenadores, y por si fuese poco Steward y Norburn no encontraban financiación. Ambos tuvieron que vender posesiones como el coche, y el primero incluso tuvo que ampliar la hipoteca de su casa.
El complejo de viviendas más espantoso del mundo (Park Hill) no se ubica en Sheffield por casualidad.
En este contexto sorprende el éxito que Just Micro tuvo desde sus inicios. Ian Steward y sus genes de vendedor, quien entre otras cosas permitía usar los ordenadores expuestos en la tienda a cualquier persona que entrase, dejándolos a su entera disposición siguiendo una estrategia que en España sería imitada entre otros por Sinclair Store. Como recurso publicitario no tenía precio: la mayoría de quienes trasteaban con las máquinas eran chavales ansiosos por alardear sus habilidades, y cuando los espectadores allí presentes contemplaban qué podía hacerse con esos chismes, literalmente vaciaban el almacén tanto de hardware como de software. El paso siguiente estaba casi cantado: un día, uno de los chavales se acercó a Steward y Noburn y les preguntó si estarían dispuestos a vender en la tienda un juego que acababa de programar. ¿Por qué no montar una empresa dedicada específicamente a esa tarea?
Dicho y hecho: había nacido Gremlin Graphics. No fue la primera en llegar: dentro del área de Yorkshire, e incluso en la propia Sheffield, empresas como Artic o Alligata lo habían hecho antes, surgidas igualmente a partir de pequeños negocios. Pero Gremlin llegaría más lejos que ninguna. De nuevo el ojo clínico de Steward fue determinante: contrató los servicios de una empresa especializada para gestionar la publicidad de la firma y su imagen de marca, algo inaudito por entonces. Con su don para el encantamiento de serpientes, se arrimó al preboste de U.S. Gold Geoff Brown, a quien la pasta le salía por las orejas (dicho por él mismo), y se lo cameló para que le proporcionase los fondos y los canales de distribución y ventas que Gremlin necesitaba para expandirse.
No contento con eso también se preocupó de fichar programadores consagrados como Tony Crowther (procedente de Alligata) y dar la alternativa a promesas como Peter Harrap, un estudiante universitario asiduo a Just Micro cuyo padre, minero de profesión, inspiraría el primer juego protagonizado por el topo Monty, Wanted: Monty Mole, publicado en el verano de 1984 y responsable último de colocar a Gremlin en el mapa. Vendió 20.000 copias en seis semanas cuando lo normal para un juego considerado «de éxito» era hacerlo en seis meses. Su autor se convirtió en una celebridad. Le organizaban sesiones para firmar autógrafos y aparecía hasta en los telediarios. El ejemplo perfecto de lo que un sector nuevo y pujante podía ofrecer a los jóvenes, aunque siguiera sin comerse un rosco con las chicas porque huían despavoridas cuando él les contaba a qué se dedicaba. Wanted: Monty Mole sería galardonado como el mejor «plataformas» del año en Inglaterra, batiendo al mismísimo Jet Set Willy de Matthew Smith.
Ian Steward: «Aquí la única estrella soy yo».
Así comienza la narración de A Gremlin in the Works, libro publicado por Bitmap Books que en realidad son dos, ya que se divide en dos volúmenes: el primero cuenta los inicios de Gremlin y finaliza en 1989, cuando la empresa se disponía a conquistar el mercado de los videojuegos para máquinas de 16 bits tras haber hecho lo propio con el de la generación anterior, la del Spectrum y compañía. El segundo abarca de 1990 a 2015, incluyendo la absorción de la firma por el gigante Infogrames y los posteriores negocios de Steward, empeñado en reflotar la marca Gremlin a partir de 2010.
Treinta y dos años de historia condensada en dos libros de tapa dura metidos en un estuche que totalizan casi seiscientas páginas, presentados de forma elegante pero quizá demasiado sobria. De igual modo que muchos libros sobre historia de los videojuegos pecan por exceso, primando la imagen sobre el texto (recurso que suele utilizarse para ocultar muchas carencias), aquí se echa en falta algo más de material gráfico que el incluido de serie, aunque resulte perfectamente adecuado para «dar ambiente» al abundante texto que recoge, todo él en forma de entrevistas.
Imagino que habrá sido nombrar la palabra «entrevistas» y a más de uno se le habrá quedado una cara como la de Dean, uno de mis tres gatos:
«¿Eing?».
Si encima añado que el libro está escrito en inglés entonces ya me veo como Peter Harrap intentando ligar, con cualquier posible comprador / lector abandonado a partir de aquí y cerrando acto seguido el navegador con un gesto de repulsión. Y no, miren, no deberían: de entrada, y aunque algo más coloquial que en un libro corriente (todito entrevistas, recuerden), el inglés del libro es accesible siempre y cuando usted se maneje en el idioma con decencia y no con desvergüenza. Además, como estamos hablando de leer y no de escuchar, puede tomarse las cosas con relax, parándose a buscar el significado de palabras o expresiones que desconozca. No será muy a menudo: repito que no es para tanto. Esto no es slang de Yorkshire.
Lo que ocurre al juntar relax, slang y desvergüenza.
Por lo demás, la estructura formal del libro resulta perfecta para la ocasión. Las entrevistas, divididas en capítulos y apenas interrumpidas por breves anotaciones señaladas con tinta de color verde, están muy bien hechas y dan pie a que todos los personajes que desfilan por sus páginas (la práctica totalidad de quienes tuvieron algo que ver en la historia de Gremlin, y ya les advierto que son muchos) relaten su experiencia con todo detalle, permitiendo de este modo hacerse una idea clara sobre cómo funcionaba el negocio de los videojuegos en la Europa de los años ochenta y noventa del siglo pasado. Dos décadas clave (en especial la segunda) para entenderlo en la actualidad, y durante las cuales Gremlin evolucionó para adaptarse a los cambios que se presentaban, intentando anticiparse a ellos en lo posible. Siempre con Ian Steward a la cabeza como una especie de «maestro de ceremonias» y Kevin Norburn adoptando un rol en la sombra pero no por ello menos importante, cuadrando los libros de contabilidad.
Una tarea nada fácil para dos personas que, tal como no dudan en reconocer, pasaron de vendedores a gestores poco menos que de un día para otro, obligados a asumir riesgos cada vez mayores conforme su negocio iba creciendo. Algo que les llevó a cometer errores graves, dejando a la empresa en la cuerda floja más de una vez. La idea de arrimar el ascua a la sardina de U.S. Gold tuvo consecuencias. Los mejores programadores de Gremlin, responsables últimos de haberla convertido en una firma puntera y popular, acabaron largándose hartos de la creciente influencia de Geoff Brown en el devenir de la compañía. Hasta Kevin Norburn abandonaría el barco para montar otra empresa junto a algunos ex de Gremlin. Pero no una cualquiera sino Core Desing, que unos años después daría vida a Lara Croft.
Ian Steward se había quedado solo, pero se sobrepuso a tiempo para encarar la nueva etapa con energías renovadas. Fue capaz de establecer nuevos cimientos sobre los que llevar a Gremlin a su máximo apogeo en términos de negocio y personal contratado, convirtiéndola en una empresa innovadora que no se dejaba amilanar por gigantes como Electronic Arts o Nintendo, compitiendo a base de productos originales realizados con la ayuda de las últimas tecnologías, por las que Steward estaba fascinado y por las que no tenía reparos en apostar. Sirva de ejemplo que Gremlin fue una de las primeras empresas de software lúdico en utilizar un sistema de captura de movimientos, gastando un cuarto de millón de libras para su adquisición. Era algo tan novedoso que ni siquiera estaba pensado para diseñar videojuegos, sino que se trataba de una máquina hospitalaria usada para el tratamiento de lesiones físicas severas, que en Gremlin adaptaron para la ocasión.
Actua Soccer (1995) como resultado de aplicar motion capture a go-go.
Pero esta estrategia comportaba riesgos obvios. Errores como apoyar el CDi de Philips entraban dentro de lo admisible, pero conforme aumentaron los costes de desarrollo de los juegos a lo largo del segundo lustro de los noventa, un nuevo traspiés se pagaba cada vez más caro. Fue entonces cuando Ian Steward cometió un fallo que sería definitivo: siempre necesitado de dinero para invertir y seguir así el ritmo impuesto por un mercado en constante evolución, intentó sacar Gremlin a bolsa con la idea de aprovechar el boom de las tecnológicas. Dice que lo hizo mal aconsejado por un asesor financiero.
Las consecuencias resultaron funestas, y con las acciones depreciándose a veces hasta un 21 por ciento diario, en 1999 el jefe de Gremlin hubo de aceptar la entrada de Infogrames en el accionariado a modo de salvavidas. El estrés que le produjo aquella dramática situación acabó con su matrimonio (el segundo, con una antigua empleada de U.S. Gold que luego se iría a trabajar con él a Gremlin) y casi con su propia vida: estando de vacaciones en Colorado para intentar relajarse, sufrió un paro cardíaco y tuvo que someterse a un bypass cuádruple. Siempre con el optimismo por bandera, Steward afirma que al menos pudo cumplir su sueño de volar en el Concorde gracias a esas vacaciones. Pero su destino estaba sellado y tuvo que retirarse a descansar una larga temporada. Al final no pudo evitar la desaparición de una empresa por la que se había dejado el alma durante quince años. Una firma histórica que aún entonces seguía siendo orgullo de Sheffield y sus habitantes, igual que lo había sido desde que empezó a funcionar en 1984.
Total, que A Gremlin in the Works mola mil, dicho sea utilizando un lenguaje cercano y coloquial. No solo por lo que contiene, sino por cómo está contenido. Y no me refiero a aspectos como la maquetación: se nota el esfuerzo del autor, Mark James Hardisty por hacer las cosas bien, por documentarse y ofrecer al comprador un producto ameno y divertido, pero también con un nivel literario decente. Estuvo más de dos años currando en él, y se nota. Algo que nuevamente, y en lo referido a libros como este, muestra la diferencia de nivel existente entre lo que se publica en países como Inglaterra y lo que se suele hacer en España.
En A Gremlin in the Works no hay nada que pueda considerarse morralla o relleno, y hasta los más resabiados en videojuegos paleolíticos encontrarán mucho con lo que llegar a sentirse fascinados, incluso. Porque la historia que nos cuentan (porque no en vano son sus protagonistas quienes lo hacen) es fascinante. Todo bien regado de anécdotas como es de recibo. Pero lo mejor de todo es que el libro no resulta caro. Al contrario: yo diría que hasta es barato, en especial si tenemos en cuenta que no estamos ante una recopilación de fotos ni de lugares comunes «fusilados» en unas pocas visitas a Internet. Además los editores no escatimaron a la hora de escoger materiales en la imprenta, algo habitual en estos inventos y que aquí tampoco es la excepción: el papel se nota bueno como mínimo; y los libros en sí, por la solidez que aparentan, pinta que se podrían usar como arma arrojadiza con resultados potencialmente letales.
Me voy a pillar el libro, me encantan las anécdotas y la historia desconocida de las antiguas casas de software. Por lo que dices el tono de las entrevistas debe ser como las que me gustan de la revista JotDown y similares, seguro que merece la pena.
De Gremlin Graphics recuerdo los Monty, en Commodore la música era de Hubbard, probablemente Aufwiedersehen Monty y Monty on the Run tienen dos de los mejores temas musicales de la máquina. También recuerdo Thing Bounces Back y algún juego más, Jack the Nipper o el Mickey Mouse de las torres que iba con la pistola de agua.
Los juegos de Monty eran los típicos que daban placer por el hecho de ver pantallas nuevas. Recuerdo que asumía muy rápidamente que no me los iba a acabar ni de coña cuando empezaba a jugarlos (como con el Jet Set Willy) y que el objetivo de la partida era que no me mataran y ver si encontraba algo nuevo. Aunque los juegos de aquella época a veces resultaban frustrantes, sí que recuerdo Gremlin como un sello que asociaba a juegos de bastante calidad.
Buena entrada, un saludo!
Muchas gracias por las loas. Espero que el libro te guste tanto como a mí. Reúne anécdotas impagables, como las burlas que el personal de la compañía le dedicaba al jefe de US Gold y su mujer, «nuevos ricos» que se portaban con una altivez propia de su condición, por no saber ni aparcar su Ferrari.
De Gremlin tuve casi todo lo que lanzaron tanto en 8 como en 16 bits, y me compré juegos como el Thing Bounces o, ya para PC, Litil Divil. Pero los «Montys» nunca estuvieron entre mis favoritos, curiosamente.