En esta santa web ya hemos descrito en alguna ocasión cómo era el negocio de los videojuegos en la Europa de los ochenta. En los primeros años de la década, y tal como suele ocurrir con cualquier mercado en fase embrionaria y emergente, lo constituían un ingente grupúsculo de «empresas» (nótese el entrecomillado) cuyas plantillas habrían cabido casi todas en un coche corriente, incluso dejando todavía sitio para acomodar más personas en el interior.

«Aquí os mostramos una foto de nuestras oficinas».

Una de esas «empresas» (vuelva a notarse el entrecomillado) era Microsphrere, cuyo nombre resultaba describir a la perfección su tamaño y el universo en que desarrollaba su actividad porque todo era minúsculo: en su mejor momento tuvo tres empleados quienes no eran otros que el muñidor del invento, su mujer y el hijo de una amiga de su suegra, que vivía a un par de manzanas de la casa donde la pareja tenía su domicilio y, eventualmente, la «sede» de su empresa: el cuarto de estar de la vivienda, situada en un barrio de clase media wannabe al norte de Londres llamado Muswell Hill, entonces popular porque de allí habían salido los Kinks un par de décadas antes.

David Reidy iba para neuropsicólogo, pero en la uni experimentó una epifanía mangoneando con ordenadores y decidió reconducirse por derroteros que prometían una vida más desahogada (sobre todo en el plano económico) y a finales de los 70 consiguió empleo como analista para una empresa de ingeniería. Cuando finalmente los ordenadores domésticos empezaron a popularizarse con el cambio de década, se compró un ZX-81 para probarlo y comenzó a escribir utilidades para él, siendo recibido con los brazos abiertos. Eso y la experiencia acumulada en el curro le animaron a montar su propia empresa, al principio dedicada a tareas de consultoría tecnológica y como algo a tiempo parcial, para redondear el sueldo. Aquello no duró mucho: el Spectrum llevaba ya unos meses en la calle, y vista la expansión que experimentó a lo largo de un 1983 clave para él, Reidy decidió cambiar de rumbo por segunda vez y dedicarse a programar videojuegos. A tiempo completo.

Microsphere nunca dejó de ser una empresa familiar: en sus primeros días, hasta podías llamar directamente a casa de David para encargarle copias de sus programas, que él mismo te remitía por correo. En ese sentido, su modus operandi no se alejaba demasiado del de otros pioneros que, como él, habían comenzado en esto de los microordenadores cuando el negocio generado en torno a ellos prácticamente ni existía.

En tal contexto también era relativamente fácil que las empresas se expandiesen con un poco de suerte, y eso fue lo que le sucedió a Microsphere: Reidy contó desde el principio con la ayuda de su mujer Helen, una pizpireta maestra de escuela. Pero llegó un momento en que el chiringuito se expandió de tal forma que ella decidió aparcar temporalmente la enseñanza (algo que sin duda vería como un descanso) y dedicar todo su tiempo a la firma, dentro de la cual ejercía más o menos como secretaria. En una entrevista de época publicada por la revista Crash Magazine que hoy enervaría hasta a las feministas con más tragaderas, el redactor venía a decir que la chica desarrollaba las tareas que le correspondían por su condición sexual, incluyendo «lamer sellos» (sic).

Helen Reidy, experta en Lengua con «L» mayúscula (foto: Crash Magazine).

Entre esas tareas propias de su condición femenina estaba la mecanografía. Resulta curioso el escaso interés que David Reidy mostraba por la tecnología en sus quehaceres diarios, haciendo bueno el refrán «en casa del herrero, cuchillo de palo»: todo lo hacía sobre papel, incluyendo la escritura del código de los juegos, y luego le pasaba las hojas a la parienta para que ella lo escribiese «tal cual» en el Spectrum. Todo muy rudimentario y artesanal, tal como continuaría siendo tras el éxito de Skool Daze en 1984, un juego parcialmente inspirado en las vivencias de Helen como maestra; pero también en las de su marido, de crío un pésimo estudiante que siempre anduvo metido en follones.

Skool Daze marcó un hito que iría mucho más lejos de las 50.000 copias que vendió, ya que para empezar supuso la contratación como grafista de Keith Warrington, a quien Hellen conocía de toda la vida, porque ni ella ni su marido tenían la habilidad para dibujar que el juego requería. Ilustrador veinteañero, Warrington ya trabajaba ocasionalmente para Microsphere dibujando carátulas para los juegos de la compañía y su publicidad. Los ordenadores le importaban un comino, pero llevaba una existencia de mierda hacinado en un piso que compartía con otros seis tipos y estaba sin empleo y sin un penique, de modo que aceptó lo que los Reidy le ofrecieron mientras se preparaba para ser maestro como Helen. Como grafista, el éxito de Skool Daze le permitió entrarle a un eventual ligue pudiendo invitar a cervezas y de paso evitar la posibilidad de sentirse fracasado a la manera entendida por Margaret Thacher, quien afirmó en una ocasión que quien llega a los treinta sin tener vehículo propio es un perdedor. Escoria social que sólo vive para aprovecharse de los ciudadanos decentes usando el transporte público. Con su parte de las ganancias pudo comprarse una moto… de segunda mano.

En estas llegamos hasta el final de 1985 y el de 1986, otro periodo clave para la historia de los videojuegos en Europa porque señala el inicio de su profesionalización definitiva. En aquel momento se publicaban en el continente en torno a un millar de programas anuales destinados como mínimo a cuatro sistemas distintos (Spectrum, Amstrad, Commodore 64 y MSX), grandes empresas habían entrado en el negocio y éste había dado un vuelco total, generando una competencia feroz.

No, no es Girgio Moroder (foto: Crash Magazine).

No quedaba otra que invertir para adaptarse a la nueva situación y destacar tanto como fuese posible, y la necesidad de dar el salto se hacía evidente incluso en detalles aparentemente menores. De este modo, compañías como Gremlin Graphics, Durell Software o Hewson Consultants renovaron su imagen de marca y pusieron el foco en lanzar cada vez más programas, buscando un impacto publicitario creciente. Incluso en España, con un mercado mucho más pequeño, los jefes de Dinamic tomaban la decisión de trasladar sus oficinas desde el chalet donde vivían con sus padres a la emblemática Torre de Madrid, y hasta una empresa recién fundada y con cuatro pelagatos en plantilla como Opera Soft tenía director de márquetin y utilizaba un sistema profesional para desarrollar sus videojuegos, cedido por Phillips a cambio de que ellos desarrollasen un entorno gráfico para sus inminentes MSX2.

En resumen, una copia del GEM de Atari con otro nombre (EGOS).

Con este panorama, un sello como Microsphere se sostenía literalmente en el alambre. A estas alturas David Reidy y su mujer, empeñados en seguir a lo suyo haciéndolo todo ellos mismos y a mano, eran como los armeros que participan en Forjado a fuego dedicándose a hacer cuchillos en un cobertizo perdido en medio de ningún sitio, algo que quizás funcione en entornos rurales dejados de la mano de Dios pero no en zonas más industrializadas y en mayor contacto con la civilización. Las ventas de la obligada secuela de Skool Daze habían fallado porque a Helen Reidy, encargada también de negociar la distribución de los programas hechos por su marido, le costaba cada vez más esfuerzo vendérselos a los mayoristas («sólo se fijan en tu presupuesto publicitario y el tamaño de la caja», decía). Aún así, la pareja quiso hacer una nueva apuesta con un juego que, sin faltar a las esencias de su obra exhibiendo la originalidad por bandera, pudiese estar listo lo antes posible y fuese rápidamente amortizable.

Contact Sam Cruise utilizaba el mismo motor de Skool Daze y Back to Skool y los gráficos, diseñados nuevamente por Keith Warrington, poseían un estilo inconfundible a primera vista. Pero sobre este material «reciclado», los Reidy se las arreglaron para crear algo sorprendentemente novedoso, tomando como punto de referencia el cine negro de los años treinta y cuarenta y especialmente El halcón maltés: la premisa argumental del juego es la misma, su protagonista también se llama Sam y hasta su aspecto intenta recordarnos al de Humphrey Bogart en esa película. Sam Cruise, un detective de poca monta, debe resolver un caso aparentemente simple que pronto se complica sobremanera e involucra a una misteriosa mujer, una valiosa estatua desaparecida y un hombre asesinado de cuyo crimen es acusado por la policía.

De este juego puede decirse que su verdadero protagonista es el teléfono, invento de moda hace noventa o cien años que hasta no hace mucho aún se usaba como indicador para medir el nivel de desarrollo de un país e incluso de una ciudad (Buenos Aires presumió durante un tiempo de tener más líneas en funcionamiento que París). Todo en Sam Cruise gira en torno a este aparatito porque a través suyo recibiremos pistas y soplos que nos ayudarán en nuestras pesquisas, siempre con la policía y la mafia local pisándonos los talones. Los primeros por creernos autores de un homicidio, y los segundos porque de algún modo parecen estar detrás de todo y obviamente no quieren que nadie les toque las narices.

El invento del siglo.

David Reidy sostenía que la clave para desarrollar correctamente un videojuego era ahorquillar su dificultad para que no resultase demasiado fácil ni demasiado difícil, animando así al usuario a echar partidas con él al verse capaz de progresar poco a poco. Vista desde la perspectiva actual y tras jugar un rato con Contact Sam Cruise, semejante afirmación podría interpretarse como una tomadura de pelo.

Pero recuerden que estamos en 1986, y debemos contextualizarla dentro de una época en la que mucha gente hasta lo pasaba bien jugando con algo tan difícil como Nebulus y finalizándolo en el tiempo que un influencer emplea para sumar dos y dos (alrededor de treinta minutos). Contando con eso no puede decirse que Sam Cruise sea un juego «difícil»; pero a cambio su curva de aprendizaje resulta muy exigente, y como las instrucciones apenas cuentan lo básico y dejan todo en el aire (otra costumbre habitual en la época, por lo demás), hace falta dedicarle mucho tiempo para que el juego nos atrape.

Eso si lo logra, claro, porque en su contra juega también un desarrollo algo confuso al que no ayuda que todos los mensajes que recibimos estén en un inglés que no elude el uso de jerga. Inicialmente Sam Cruise recuerda a Skool Daze pero cambiando un colegio lleno de gamberros por una barriada chunga y el conteo de líneas por dinero (si se nos agota, fin), pero no tenemos tanta libertad para movernos por el escenario ni hacer lo que nos venga en gana. Aunque el protagonista pueda hasta disfrazarse de mujer para distraer a la bofia, la aventura resulta mucho más lineal y, en consecuencia, mucho menos divertida sobre todo en las primeras tomas de contacto con el juego, que en esta faceta muestra su verdadero talón de Aquiles. Hacen falta muchas partidas para sentir que realmente progresamos, y eso es grave tanto hoy como en 1986. En su momento se echaba en falta una buena guía que ayudase a completarlo; hoy, resulta que ni observando un vídeo del RZX Archive te queda muy claro cómo jugar:

Esto podría explicar en parte el fracaso en ventas del juego, que para Reidy fue culpa de la piratería. Estaba  obsesionado con ella y los males que engendraba, llegando a afirmar que por cada cinta original de Skool Daze había seis copias ilegales en circulación. Aunque el juego no es malo y resulte técnicamente pasable (si bien los métodos «artesanales» de su autor motivaron que se le colasen tantos fallos que hasta existe una web recopilándolos), lo cierto es que Contact Sam Cruise no llegó a salir de Gran Bretaña, convirtiéndose en el gran desconocido de la compañía durante años hasta que Internet vino a resolver el «misterio». El fiasco motivó que Microsphere echase la persiana acto seguido y que sus integrantes hiciesen vida por su cuenta. Tras tomarse un tiempo para recorrer mundo haciendo turismo, los Reidy retomaron sus antiguos oficios: David como ingeniero eléctrico y Helen volviendo a lidiar con monstruos de metro y medio. Igual que hizo Keith Warrington tras finalizar sus estudios de Magisterio.

Tal vez fuese la propia Helen quien con más tino describió la situación que realmente condujo al cierre de Microsphrere, aunque no tuviese plena conciencia de ello cuando lo afirmaba en las pocas entrevistas concedidas por ella y su marido: simplemente el mercado de los videojuegos en Europa había cambiado muy rápido en muy poco tiempo. Las grandes empresas que se hicieron con él manipularon los gustos de los usuarios, induciéndoles a adquirir productos cuyo desarrollo resultaba más rápido y barato, y por tanto más fáciles de vender y amortizar. En una palabra: licencias. De películas o series de TV, por ejemplo, pero principalmente de máquinas recreativas, algo que los Reidy detestaban. Así era muy difícil que una empresa con ideales casi románticos pudiese competir en igualdad de condiciones ni sin perder su identidad, que en buena medida le había permitido llegar a lo más alto de las listas fabricando «artesanía». Para reconvertirse hasta acabar siendo uno más dentro de una enorme fábrica de churros, era mejor dejarlo y dedicarse a otra cosa ¿no?

Wall Street Mongolerine: ¿Veis? Otro ejemplo de que los mercados pueden autorregularse. Si no me creéis, preguntadle a los que se accidentaron en un Boeing 737 MAX.

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