Si hay un género que ha contribuido como ningún otro al mundo de los videojuegos ese es sin duda el de los arcades. Ateniéndonos a la definición mostrada en la Wikipedia, se trata de un género muy vinculado a máquinas recreativas, cuyos juegos se caracterizan por una elevada dosis de acción inherente al rápido desarrollo de la partida, la cual suele resolverse en unos pocos minutos haciendo uso de una mecánica sencilla, que busca ante todo enganchar al usuario potencial para que gaste cuanto más dinero mejor.

Los videojuegos le deben mucho al arcade y puede decirse que sin él no se habrían convertido en el negocio que hoy representan: en la década de 1970, el género se adaptaba muy bien a la primitiva tecnología disponible, permitiendo el desarrollo de juegos atractivos en aparatos que únicamente podían mostrar en pantalla un conjunto de gráficos sencillos, muchas veces sólo en blanco y negro. El problema se agravaba en ordenadores domésticos que, como el PET o los primeros Apple, estaban aún más limitados por su escasa memoria. Quienes deseaban propuestas con más “chicha” argumental, algo más pausado con lo que disfrutar razonando, explorando y resolviendo enigmas, debían conformarse con aburridas aventuras de texto. Deberían pasar años hasta que los avances tecnológicos permitiesen desarrollar juegos que aunasen en un todo la complejidad de una aventura con la sencillez de manejo de un arcade y una presentación audiovisual decente. Habían nacido las videoaventuras.

Imagen de Adventure para la videoconsola Atari 2600, considerada la primera videoaventura de la historia (1979).

En lo referente a nuestro querido Spectrum, el relato puede cortarse casi por el mismo patrón. El ordenador salió a la calle arropado por un buen catálogo de juegos que, dado su éxito, se ampliaría con rapidez durante los meses siguientes. Pero en su inmensa mayoría se trataba de arcades inspirados en recreativas como Asteroids o Space Invaders y programas sencillos destinados al modelo de 16 Kb. Aún habría que esperar para encontrar juegos más serios y complejos destinados al modelo superior de 48 Kb, alejados del típico matamarcianos tan en boga por entonces. Y como no, el encargado de abrir las puertas a una nueva era sería un genio.

Porque Ian Weatherburn era un genio fácilmente reconocible como tal: su habilidad a la hora de tener grandes ideas y ponerlas en práctica resultaba inversamente proporcional a la que mostraba en el trato social. Su imposible carácter provocaba nauseas a todos los que se cruzaban con él. A ello y a su trágica muerte, que al contrario de lo que suele ocurrir no ha hecho nada por mejorar su imagen entre quienes le trataron, ya nos referíamos hablando sobre un videojuego revolucionario hoy injustamente olvidado en cuyo desarrollo participó, pero antes tuvo ocasión de demostrar sus habilidades como autor de una de las primeras videoaventuras destinadas a ordenadores domésticos. Todo un must have considerado por muchos como el mejor juego de la primera etapa de Imagine Software, antes de arruinarse y ser absorbida por la Ocean de David Ward.

Con Alchemist, Weatherburn concibió lo que podríamos denominar un “abuelo” de los actuales juegos de acción – aventura, que sin olvidar las esencias de los arcades tradicionales como la sencillez de control y una dinámica de juego más bien rápida (pero sin pasarse), incluía por vez primera en el Spectrum la necesidad de explorar un mapeado relativamente extenso, lleno de peligros, y la necesidad de resolver adecuadamente pequeños puzles combinando objetos para, mediante nuestras habilidades de alquimia, alcanzar así el objetivo final: destruir a un poderoso hechicero. Todo con una sobresaliente envoltura audiovisual, cuajada de efectos rompedores para aquel momento (la transformación del protagonista en águila es sin duda lo más recordado) y un movimiento muy fluido y suave que ayudaba a “sumergirse” en la aventura.

Imagine supo enseguida lo que tenía entre manos y echó toda la carne al asador, destinando un buen dinero a publicidad y a distribuir el juego en las tiendas presentándolo de forma muy lujosa, con una casete dorada metida en un estuche también dorado que hacía referencia a la supuesta habilidad de los alquimistas para convertir el plomo en oro. Incluía además un libreto de instrucciones deliberadamente ambiguo, con la intención de provocar la curiosidad del jugador y animarle a experimentar, a explorar y, en suma, a disfrutar con todas las posibilidades que se abrían ante él y la pantalla de su televisor.

Ejemplar de la famosa «edición dorada» de Alchemist propiedad de Jesús Martínez del Vas. Foto: El Mundo del Spectrum.

En resumidas cuentas, Alchemist es uno de esos juegos que todo aquel que se atreva a considerarse fan del Spectrum ha tenido que jugar en alguna ocasión. Sin ser una obra maestra absoluta, abrió un camino que pronto sería aprovechado (y ensanchado) por compañías como Ultimate y por multitud de programadores que vieron en Ian Weatherburn un ejemplo a seguir. Por su talento profesional, obviamente.

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