Hoy estamos perfectamente acostumbrados a los denominados dungeon crawlers y nos parecen juegos de lo más comunes, tanto que conozco a gente que los considera desfasados. Pero en 1984 el concepto que Steve Turner pretendía explorar con Avalon era muy novedoso, y más en la Europa de entonces. Tanto que el autor incluso tuvo que hacer pruebas con maquetas y figuras esculpidas en plastilina antes de pensar siquiera en diseñar algo sobre el papel.
De ahí sacó ideas ingeniosas que brindan a Avalon la singular personalidad que lo caracteriza, como el marco que envuelve la zona de juego (con un ángel y un demonio enfrentados simbolizando la lucha entre el bien y el mal) o el hecho de que el protagonista se desplace flotando a unos centímetros del suelo, ya que supuestamente no lo controlamos él sino a su proyección astral. Eran medidas todas ellas encaminadas a ganar velocidad de cómputo y ahorrar hasta el último byte de memoria, algo imprescindible para que Turner pudiese fraguar los ambiciosos planes que tenía para su obra en el limitado entorno del Spectrum.
Avalon salió a la calle en noviembre de 1984 y causó sensación desde el mismo momento de su puesta de largo, en un evento que contó con la presencia del cantante Brian Ferry. El juego se publicitó como «una película de aventuras en tres dimensiones» porque así era como se veía entonces, como «películas», a esta clase de productos que transgredían las normas de los clásicos arcades. Aunque su nombre lo entroncaba directamente con la leyenda del rey Arturo de Camelot, estaba ambientado en los albores de la Edad Media, durante la última etapa del Imperio Romano de Occidente, y también bebía de ciertas tradiciones de la mitología celta. Un batiburrillo de influencias por las que Steve Turner sentía una querencia especial al ser él mismo originario de Essex, una de las regiones con más solera histórica del Reino Unido y lugar donde estuvo ubicada la primera capital de la Britania romana. El objetivo consistía en algo más que liquidar marcianos o saltar plataformas hasta hartarse, y el protagonista no tenía nada que ver con el de un arcade al uso.
En Avalon el protagonista eras tú mismo, adoptando la personalidad de un poderoso mago capaz de manejar más de veinte hechizos diferentes (aunque no desde el inicio), y tu misión era adentrarte en un lóbrego y enorme conjunto de mazmorras subterráneas para acabar con un demonio que amenazaba al mundo entero, combatiendo de paso contra sus numerosos y variopintos secuaces. No era algo que no se hubiese visto antes en cualquier aventura de texto al uso, pero esta vez había una diferencia palpable: el juego transcurría como una auténtica «película», una sucesión de imágenes en movimiento muy convincente para su época.
Teniendo en cuenta las limitaciones de los ordenadores caseros de entonces, conseguir que el usuario de un programa como Avalon se sintiese inmerso en la atmósfera propuesta por el juego (y más una tan elaborada como la que proponía este) sin utilizar textos era un reto audaz, con todas las papeletas para fracasar. Pero en Avalon esa «propuesta inmersiva» funcionaba, y además muy bien. El juego no es que tuviese los mejores gráficos jamás vistos en un Spectrum. De hecho su construcción resultaba bastante esquemática, usando un puñado de líneas trazadas en pseudo 3D para representar cada habitación de la mazmorra; pero de algún modo funcionaba, siendo toda una experiencia ponerse a jugar de noche con las luces de la habitación apagadas, completamente a oscuras. Así se potenciaba el efecto ambiental del juego, de forma que era aún más fácil meterse en la piel del mago y sentir su poder explorando cada rincón del mapa.
Pantalla de carga creada por el grafista Mark Jones en 2013. El original no llevaba ninguna.
El éxito de Avalon casi obligaba al lanzamiento de una secuela que tardaría en llegar poco más de seis meses, algo que se explica porque, en palabras de Steve Turner, el programa ya estaba casi hecho al reutilizarse buena parte del código de su antecesor. Aunque el escenario se expandía más allá de unas mazmorras, incluyendo bosques que le daban cierto toque bucólico que le sentaba muy bien, estéticamente todo seguía dentro de los márgenes ya conocidos o como mucho con pequeñas mejoras. Incluso el objetivo final era básicamente el mismo. Si Avalon había supuesto una revolución su secuela sería una evolución.
Las influencias se mantenían, por supuesto, y para dar nombre al juego y adjudicarle un Mcguffin Andy Hewson (jefe de Turner como distribuidor de los juegos que él programaba) sugirió la idea de inspirarse en el Gran Collar de Snettishan, que Hewson había ayudado a reproducir para su exposición cuando trabajaba en el Museo Británico. De este modo el autor tuvo tiempo para centrarse en reforzar el argumento y mejorar la jugabilidad, lo que no implicaba que Dragontorc, que así se llamaría el nuevo producto, fuese más fácil de jugar o completar que Avalon.
Porque si algo caracteriza a estos dos programas es que son juegos de los ochenta. Lo que a primera vista parece una perogrullada obvia esconde detalles muy a considerar. Si me permiten la analogía, ponerse a los mandos de un videojuego de los ochenta es como conducir a un coche de aquella época u otra anterior, cuyas peculiaridades lo identifican al adaptarse a un contexto de modas y usos propios del momento en que salieron y que van más allá del diseño externo. Se mire como se mire están ahí, son ineludibles y no hay vuelta de hoja: o se toman o se dejan; pero es preciso tenerlas en cuenta a la hora de emitir juicios, para que estos resulten ecuánimes y veraces.
Y si hay una característica que define juegos de los ochenta como Avalon o Dragontorc, ésa es su elevadísima dificultad. Prácticamente inabordable hoy día, en 1984 / 85 se admitía como una moneda de curso legal, imprescindible incluso. Puesto que un ordenador doméstico como el Spectrum apenas llegaba a tener 48 o 128 Kb de RAM en el mejor de los casos, los juegos debían ser forzosamente cortos para caber en un hueco tan pequeño. Los videojuegos eran muy caros, y nadie estaba dispuesto a comprar uno que le fuese a durar tan solo unos pocos días hasta finalizarlo y cansare de él. ¿Solución? Aumentar artificialmente su dificultad rebasando, muchas veces, el limite de lo absurdo.
Ejemplo de videojuego facilón de los ochenta.
En videoaventuras como Avalon y Dragontorc, el truco consistía en obligar al jugador a resolver una concatenación de pequeños puzzles, usando toda clase de objetos desperdigados por el mapa. Era la moda de entonces, y los aficionados a esta clase de programas aceptaban gustosamente enfrentarse a dilemas que por lo general solo podían resolverse mediante prueba y error debido a su falta de lógica, convirtiendo los progresos en ejercicios de tesón, perseverancia… y tiempo. En el Spectrum, el paradigma de estos juegos es la archiconocida Saga Wally, que más que juegos eran tormentos.