En los últimos tiempos he recuperado mi gusto por los videojuegos del año de la polka, que tenía ciertamente abandonados. Siempre me ha gustado considerarme como un fanático de los videojuegos, pero la vida evoluciona, los tiempos cambian que es una barbaridad, y un buen día te das cuenta de que ya no dispones de tanto tiempo como antes. Ya no te hace tanta gracia pasarte cuatro meses jugando una partida con un juego de rol; ya no te hace gracia estar pendiente de una partida al Vice City para que, a punto de llegar al final, se te joda el disco duro del PC y dé al traste con tus ilusiones. En la vida hay cosas más importantes, como patear tiendas en busca de muebles; porque, aunque no te guste nada, tampoco es plan de dormir en el suelo de tu recién adquirido piso, aunque sea dentro de un saco. El tiempo no pasa en balde y la vida consiste más que nada en ir quemando etapas. Los tiempos cambian, en resumidas cuentas.

Autorretrato, por Leo Rojo.

Pero lo cierto es que te sigue molando eso de los videojuegos. A pesar de lo que puedan decir panfletos aborregantes como los telediarios de Antena 3 TV los videojuegos son divertidos, vienen muy bien para “desintoxicarse” después del trabajo y hasta pueden ser útiles para mejorar los reflejos o la habilidad motriz. Pero ya no hay tanto tiempo como antaño, tal y como he expuesto antes, y aquí es donde entra en liza el vintage.

El mundo actual del videojuego se parece un poco a Bollywood, donde si exhibes una película de menos de tres horas te cosen a pedradas por estafar al público que paga la entrada. En analogía, los jugones de hoy piden productos que les duren cuanto más mejor. Y es comprensible, porque al precio que van los juegos no mola nada dejarse un potosí en algo que te vas a pasar por la piedra en una semana. Esto no quiere decir que antes las cosas no fuesen igual: 2500 pelas de 1983 eran tanta o más pasta como 8300 (50 euros) de hoy en día. Pero ya sea porque los ordenadores de entonces no daban para más, ya sea por los gustos de la época, ya sea por lo que sea, el arcade puro, ese juego repleto de acción cuyas partidas se resolvían en veinte o treinta minutos a los sumo, tenía entonces mucho más peso en las programatecas. A ello también contribuía el mundo de las máquinas recreativas, por aquel entonces en su apogeo, que en muchos casos imponía modas que luego se exportaban a los ordenadores domésticos.

De la mano del M.A.M.E. y los emuladores, he recuperado la afición por muchos juegos de mi niñez y adolescencia que tenía completamente olvidados en el trastero de mi cerebro. Pero es a mi novia a quien le debo el renacimiento de una relación de amor – odio muy especial con un juego no menos especial: el Tetris. Ella, que es de mi quinta, vivió al igual que yo la fiebre por el Tetris de finales de los ochenta. Jugaba bastante bien y se le encendieron los ojos cuando descubrió que, gracias a un simple PC y al M.A.M.E., podía revivir aquellas tardes pasadas en la legendaria bolera de La Vaguada, con la ventaja añadida de no tener que gastarse un chavo para jugar.

Un desafío soviético solo comparable a ver Soviet: la respuesta hasta el final y sobrevivir.

El Tetris es quizás el videojuego más popular de todos los tiempos. Muchos opinan que también es el mejor o que está entre los mejores, aunque carezca de unos gráficos sobresalientes y de un argumento retorcido. Tales opiniones, que yo suscribo plenamente, se pueden sostener con razones de peso: “el juego que llegó del frío”, como lo bautizaron en su día las revistas, ha sido convertido a todos los sistemas habidos y por haber, e inspirado multitud de versiones y clones como por ejemplo Columns. Mientras, todavía es posible ver la máquina recreativa creada por Atari en algunos pubs y discotecas, casi veinte años después de llegar a las salas recreativas. El genio que se sacó de la chistera este inspiradísimo invento, Alexey Pajitnov, jamás imaginó que su criatura llegaría a convertirse en un fenómeno social que amenaza con hacerse intemporal, al mismo nivel que la música de los Beatles o el cine de John Ford. Sin ir más lejos, mucha gente que desconoce lo que son Space Invaders o incluso Pac Man sabe lo que es Tetris, juega habitualmente con él en su teléfono móvil, y cuando cambia de terminal lo primero que hace es instalárselo si no viene de serie. Pajitnov debe de llevar años subiéndose por las paredes: si hubiese nacido en Estados Unidos seguramente hoy sería multimillonario.

El kamarada Pajitnov, culpable de la ruina de muchas economías juveniles.

Mi relación con el Tetris viene de antiguo: desde el mismísimo Spectrum. Mirrorsoft, que había comprado los derechos del juego tras el periplo un tanto rocambolesco de estos, se aprestó a convertirlo a los formatos más populares de entonces, Spectrum entre ellos, publicándolo durante los últimos compases de 1988. Visto el análisis en la Micromanía de turno me pareció un juego demasiado simplón técnicamente y complicado de jugar, pero un par de partidas en casa de un amigo me convencieron de lo que había que hacer: comprarlo.

Es la versión de Spectrum la que me parece más entrañable, entre otros motivos porque se asemeja al original creado por Pajitnov. El juego me enganchó casi inmediatamente, no podía ser de otro modo. Resulta muy curioso, porque nunca me han gustado los juegos de puzzles al estilo de los sudokus o los pentominos, en los que está basado el propio Tetris. Pese a ello me encantaba jugar partida tras partida, llegando a pasar muchas horas con él. Además el juego no se me daba mal.

Esta era una solución ideal para eludir la «mili»: ganarse unas gafas de culo de botella jugando al Tetris de Spectrum con los fondos activados era coser y cantar.

Poco después llegó la coin op de Atari, que fue la que popularizó definitivamente este genial programa. El del Tetris fue un caso excepcional en la historia de los videojuegos al llegar antes a los ordenadores domésticos que a las salas recreativas, cuando por norma solía suceder justo al contrario. A finales de aquel año 88 la máquina por todos conocida empezó a ser de presencia común en muchos locales de ocio y fue un éxito inmediato: de repente el mundo se había vuelto loco por “hacer lineas” y la gente, sobre todo la chavalería, se arremolinaba en torno a la máquina para jugar y ver jugar. Quien más o quien menos cayó rendido ante el influjo de este juego, simple en concepción pero increíblemente atractivo. Pasar por el salón de juegos para echarse unas partidas antes de ir a la discoteca se convirtió en un rito casi obligado para muchos grupos de jóvenes, incluyéndome a mí y a mis primeros amigos “de salir por ahí”, gente del instituto y vecinos con quienes empecé a saborear los placeres de la juerga nocturna, el alcohol y los primeros escarceos “serios” con chicas. Solíamos quedar los sábados por la tarde a eso de las siete en unos recreativos del barrio para jugar al futbolín y a las “maquinitas”. Luego nos íbamos a algún pub o discoteca de moda, para acabar de fundir nuestra asignación semanal de la mejor forma posible.

La máquina del Tetris se convirtió para mí en un objeto al que amar, odiar y temer todo a la vez. La máquina del Tetris no era el Spectrum: en lugar de teclado aquello tenía joystick, que siempre he dominado peor. Además el nivel de dificultad era muy elevado, seguramente porque los dueños de los locales así lo decidían, y las piezas enseguida empezaban a caer a un ritmo vertiginoso. En tal cúmulo de circunstancias, jugar con el Tetris se convirtió para mí en una experiencia que rayaba el puro masoquismo. Me encantaba el juego y no quería resistirme a echar una moneda de vez en cuando, pero hubo momentos en que lo pasé verdaderamente mal por su culpa.

Los recreativos, punto de reunión para los macarras del barrio durante los ochenta. «Cuando seas capaz de salir vivo de aquí tal vez podrás considerarte hombre».

Uno de los efectos beneficiosos que tuvo la llegada del Tetris fue su contribución para acercar los videojuegos al público no habitual. Hasta entonces era raro ver chicas jugando con videojuegos, mundo casi exclusivo de niños y adolescentes. No digamos ya en salas recreativas, donde las chicas generalmente se limitaban a observar al novio. Fue a partir de la llegada del Tetris a esos antros que se empezaron a ver otros tipos de público dejándose la soldada allí; incluyendo grupos de chicas que, al igual que sus congéneres del sexo opuesto, aprovechaban el tiempo antes de partir hacia la discoteca de moda echándose “unos vicios”. El Tetris era ideal para todo tipo de gente, incluida aquella no muy habituada a los videojuegos. A su sencillo argumento, a la facilidad para cogerle el tranquillo muy rápidamente, se unían unos gráficos simples pero coloristas y un sonido acompañado de pegadizas melodías típicamente rusas. Un estofado perfecto, cocinado con ingredientes muy sencillos desde luego, pero inevitablemente delicioso para cualquiera, chicas incluidas.

De este modo, el Tetris se convirtió en una herramienta válida para conocer chicas y hasta para ligar. A finales de los ochenta y principios de los noventa era relativamente común ver grupitos de gente arremolinada ante la máquina, contemplando las evoluciones del virtuoso de turno. Más de un observador podía ser elemento hembra, lo que podía dar pie, si el jugador poseía la chispa adecuada, a entablar algún tipo de conversación. Lo que a su vez podía dar pie a plantear finalmente la pregunta clave: “nos vamos a tal sitio. ¿Os apuntáis?”. Y lo mismo si eran chicas las que jugaban, aunque en este caso no importaba tanto que las chicas jugasen bien como que estuviesen buenas: tarde o temprano se acoplaba algún moscón, que ocultaba sus irrefrenables ganas de follar entre conversaciones supuestamente interesadas y comentarios más o menos graciosos, según la labia del baboso de turno.

Definitivamente, el Tetris contribuyó a que las chicas se aficionasen a los videojuegos.

Como en el fondo yo soy un desgraciao, confieso que nunca ligué jugando al Tetris ni tampoco logré entablar conversaciones metafísicas mientras jugaba, ni siquiera yendo borracho. Era bastante negado y pocas veces lograba pasar del sexto nivel, que era relativamente fácil de superar para el común de los mortales excepto para mí, convertido en un muro casi infranqueable. Por ello mis amigos y conocidos se burlaban no pocas veces, lo que me producía una frustración terrible porque me encantaba jugar, pero cuando lo hacía veía a todos alrededor mirándome con un sentimiento entre la lástima y el desdén, porque no daba la talla a los mandos. Siendo yo un chaval muy tímido por entonces, ver cómo las chicas de la pandilla se arrimaban más al que más líneas hacía no era, precisamente, un espaldarazo para mi autoestima. No es de extrañar que mi interés por el Tetris fuese diluyéndose con el tiempo. Me seguía gustando mucho el juego, pero era tan condenadamente malo que casi me daba vergüenza exhibir mis “habilidades” públicamente. Acabé por alejarme casi por completo de él.

Pero el juego seguía estando ahí y seguía ejerciendo su particular influjo. Tal vez su momento más glorioso había pasado, pero quien más o quien menos no rechazaba jugar de vez en cuando alguna partidita. La sexta fase de las narices se me seguía atragantando, pero ya no me importaba lo más mínimo. Eso sí, cuando me la pasaba sentía un gran alivio, pues lo que venía a continuación me parecía mucho más sencillo y el dinero de la partida se alargaba considerablemente. De todos modos las cosas habían cambiado: había conocido a otras gentes, descubierto otros gustos y descubierto otras formas de gastar el dinero como los conciertos o el cine, pasiones que me resultaban más interesantes y provechosas. Los recreativos pasaron a ser lugares donde ir a buscar gente con la que habías quedado para salir, un punto de encuentro donde recoger a tus amigos aún viciados con las “maquinitas” de camino al bar favorito de la pandilla. Las máquinas quedaron abandonadas y a lo sumo caía alguna partida ocasional al Trog, al Pang y, más tarde, al Puzzle Bobble, otro popular clon del Tetris habitual entre parejitas de novios. ¿Para qué gastar dinero en máquinas teniendo un ordenador en casa, que a esas alturas ya podía ejecutar juegos que poco o nada tenían que envidiar a los de las recreativas?

La sexta fase, las entrañas de la bestia.

Poco después, el advenimiento de Internet trajo consigo la explosión vintagenaria. Un montón de frikis nostálgicos de otro tiempo se propusieron emular en el PC cualquier máquina electrónica habida y por haber, desde viejas calculadoras de bolsillo a tamagochis. El M.A.M.E. llegaría en 1998 para regocijo de todos aquellos que un día se habían dejado hasta el último céntimo en los recreativos más cercanos a su casa. La lista de máquinas emuladas, inicialmente no muy grande en las primeras versiones del programa, creció y creció como la espuma hasta que un día el Tetris también pasó a formar parte de ella, aunque yo seguí sin hacerle demasiado caso. Bueno, alguna partida caía de vez en cuando, por los viejos tiempos y eso. Poco a poco se fue recuperando una afición “perdida”, con la ventaja de que esta vez no hacía falta gastar tanto dinero en el empeño.

Ni que decir tiene que volví a caer en las redes del juego, tanto en las de la versión de Spectrum (que sigue poseyendo un innegable encanto) como en las de la máquina, disfrutándola vía M.A.M.E. Y será porque al crecer mejoraron mis habilidades motrices, o será cosa de usar el teclado en lugar de joystick, pero resulta que ahora la puñetera sexta fase, que tan amargado me tenía en otros tiempos, puedo superarla con facilidad hasta en un nivel de dificultad elevado. ¡A buenas horas mangas verdes! Bueno, más vale tarde que nunca. Al menos mi mejoría llegó a tiempo para poder plantarle cara a mi novia, que de haberse encontrado conmigo  unos años antes seguramente me habría despedazado sin piedad. Aunque tampoco me importa mucho, porque lo que cuenta es que el Tetris es un juego estupendo, qué coño. Y tan divertido como lo fue siempre.

2 thoughts on “Mi relación amor – odio con el “Tetris””
  1. Te cito: «Uno de los efectos beneficiosos que tuvo la llegada del Tetris fue su contribución para acercar los videojuegos al público no habitual». Te cuento mi experiencia…
    Hace siglos, en un bazar que todavía no era de propietarios orientales, me rasqué mi modestísimo bolsillo y compré una maquinita para regalársela a mi hermano pequeño, que andaría por los ocho o diez añosm una especie de «game and watch» pirata total que recreaba el Tetris, mil pelas me costó. Al homenajeado en el cumpleaños, nunca jamás le habían llamado la atención lo más mínimo los videojueogs, a pesar de mis múltiples intentos en llevarlo por el camino de la fe Spectrumniana (después Pcera y luego de la hermandad de la santisima Master System, nada todo en vano). Pero le gustó la maquinita, oye. «Bueno, ya se le pasará, en cuanto se le gasten las pilas la abandona». Pero que va, todos los días echaba un ratico al volver del cole. Un día la dejó en el baño. Y mi padre, cuya única experiencia con los videjuegos era retarme al Pong pirata en la tele cuando tenía yo siete años, empezó a trastearla. Y al día siguiente, otra vez. Y ya llegaba a casa, se encerraba en el baño a fumar y llamaba a voces que donde estaba la puñetera maquinita. Había una bolsa con pilas frescas de repuesto siempre preparadas. Y después de cenar, hale, otro ratico en el comedor. Pero mi hermana, que pasó de las Nancys al sillín de atrás de la moto del macarra del barrio sin pararse jamás en el ocio electrónico, empezó a cogerla y no soltarla ni aunque la Superpop sacara poster de los New Kids on the Block. Y aquello era un infierno. Rigurosos turnos por orden jerárquico para jugar al tetris. Bueno, una máquina de mil pelas pronto cascaría…¡unas narices!. Un par de añicos buenos soportó el cacharro que se mojaba o se caía y seguía funcionando como si tal cosa

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