Los años que pasé junto a mi Gomas me dejaron el poso de muchas vivencias, sucesos curiosos, grandes proezas de superación personal (acabar el Sabre Wulf sin ayuda de pokes fue toda una inyección de moral) y, en definitiva, toda suerte de recuerdos imborrables. Pero entre todos ellos, quizá los mejores se relacionen a un lugar concreto, una tienda de Madrid que acabó convirtiéndose (por lo menos para mí y para muchos de los que la frecuentábamos con alguna asiduidad) en un verdadero club social, un club de amigos del Spectrum.
Por la época en la que acababa de estrenar mi Gomas de 48 Kb, la cadena de tiendas Sinclair Store era lo más parecido a las actuales PC City, por poner un ejemplo. Su éxito le había llevado a extender sus redes por algunas zonas de Madrid, donde tenía varias tiendas, así como por otras ciudades de España. Con el tiempo su influencia aumentaría a tal punto que, en más de un caso, haberse comprado el Spectrum o algún periférico en una tienda de estas significaba tener “material de primera”, un cacharro cuya valía y garantía de fiabilidad era superior a la de cualquiera adquirido en otro sitio. Me consta que tal razonamiento, por ridículo que pueda parecer, no sólo era seguido a pies juntillas por más de un comprador, sino que a mí y a mis amigos nos servía de poderoso argumento para menospreciar a otros niños, incluso a los que habían adquirido su ordenador en El Corte Inglés. En aquellos tiempos tu Spectrum tenía que ser mejor que el del vecino y cualquier excusa valía para demostrarlo. Claro que yo tenía una ventaja añadida sobre los demás niños del barrio y del colegio, ya que mi Spectrum era genuinamente inglés, traído desde Manchester con la colaboración de un amigo de mi padre porque era mucho más barato que en España, y además fui el primer niño de mi clase en tener uno.
No recuerdo muy bien, pero sería sobre mediados de 1984 cuando mis padres y yo acabamos en aquel Sinclair Store de Diego de León. Por entonces mi padre, que era radioaficionado, acostumbraba a visitar cada fin de semana un centro de reunión que quedaba cerca de allí. Como me aburría mucho (aquel mundo no me gustaba nada), mis padres entendieron que en la tienda estaría más a gusto. Descubrirla fue una bendición para ellos, pues se dieron cuenta que era más que eso: bastantes padres utilizaban aquel lugar como improvisada “guardería” en la que dejar a sus hijos preadolescentes durante un rato, para que se mantuviesen entretenidos y dejasen de dar el coñazo.
Usuario de Spectrum ciscándose en sus padres porque no le permiten quedarse en la tienda diez minutos más.
Entrar en aquel sitio suponía hacerlo en un mundo aparte, casi en un plano separado de la realidad, pues desprendía un glamour que no tenía equivalente en ninguna tienda de ordenadores de las que ya salpicaban Madrid, y que desde luego no era equiparable al de una tienda de informática actual. Donde hoy los ordenadores en exposición permanecen apagados o bloqueados para que la gente no se pase de la raya con ellos ayer, y en aquella tienda, todos los ordenadores expuestos estaban encendidos y funcionando, a la entera disposición de un numeroso, variopinto y generalmente también bullicioso grupo de personas, que se arremolinaba en torno a los Spectrum para observar con curiosidad las evoluciones del enterado de turno con “aquella cosa negra con teclas de chicle”. Era algo que yo hasta entonces jamás había visto: ¡un montón de Spectrum funcionando y a disposición completa de quien los quisiera manejar!
Supongo que la intención de los dueños, en un momento en que muchas personas sólo habían visto un ordenador en las películas, era atraer la atención del público que pasase por delante del escaparate, no importando demasiado si ese público compraba o no. Tras los mostradores, con sus enormes cristaleras tras las cuales se amontonaban los cacharros del Tío Clive, podía observarse perfectamente el interior, que ya de por sí no demasiado generoso en espacio, se quedaba claramente pequeño para la enorme cantidad de gente que se congregaba y en algunos casos podía pasar allí horas enteras jugando. Porque la mayor parte de los ordenadores tenían cargados juegos, muy probablemente con la intención de aumentar todavía más la asistencia de público al lugar. Los sábados la afluencia era particularmente numerosa y reinaba un caos total por doquier, dentro del cual los empleados se afanaban para que las cosas no se salieran de madre, llegando incluso a imponer turnos de tiempo para el uso de los ocho o diez Spectrum que, dispuestos en fila a lo largo del pasillo que era este Sinclair Store, iban pasando de par de manos a par de manos. Para evitar tentaciones extrañas, las máquinas eran precavidamente desprovistas de casete antes de que se abriera la tienda, una vez cargados los programas correspondientes. Por lo que a mí respecta, el tener a mano un casete para cargar un juego carecía de sentido: la tienda no era grande y había empleados pasando constantemente por delante de los ordenadores, vigilando lo que se hacía con ellos. Además, teniendo ya un Spectrum en casa ¿para qué? El personal ya alucinaba bastante contemplando al «manitas» de turno jugando con Androide 2, viendo cómo se cepillaba sin mayores dificultades un nivel tras otro y tratando de imitarle acto seguido con mayor o menor fortuna.
Fachada del establecimiento durante la década de 1980 (foto: revista Microhobby).
¿Y cómo llegó a convertirse el Sinclair Store de Diego de León en un “club social”? Como ya he comentado anteriormente, aquella tienda era vista como improvisada guardería por muchos padres de de familia. A fuerza de vernos finde sí y finde también acabé congeniando con algunos chavales que, como yo, eran temporalmente “depositados” allí por sus padres o simplemente pasaban al interior para disfrutar del ambiente, intentando echar una partida a algo solos o en compañía de los amigos “porque es divertido y mis padres no me dejan meter amigos en casa para jugar”. Quedábamos cada fin de semana, aunque algunos, los que podían, no esperaban tanto y quedaban durante la semana. Frecuentando el Sinclair Store fue cuando aprendí lo que era hacer “pellas”, dado que desconocía lo que era tal actividad porque mis padres me tenían controladísima la asistencia a clase. Aquello me granjeaba algún comentario burlón por parte de mis amigos más rebeldes.
Los aledaños de la tienda se convirtieron en lugar para el intercambio de cintas con juegos. Los amigos de la tienda me pasaban listas pobladas de nombres, yo les pasaba las mías y todos juntos hacíamos “negocios”. Cuando nos encontrábamos en la tienda salíamos al exterior, lejos de los escaparates y allí, en la segura clandestinidad de las calles, intercambiábamos cintas de forma parecida a como hoy intercambiamos CDs:
– Toma tío, te he grabado lo que me pediste. Me debes una cinta. ¿La has traído?
– No, pero mi viejo me ha dado dinero para pagártela, que no ha podido ir a comprarla.
– ¡Joder! ¿Una semana y no ha tenido tiempo de comprar una sola cinta?
– Bah, con el dinero te la compras tú de la marca que te guste y listos.
– Ok. Esperemos que cargue todo, jejejeje.
– ¡Lo mismo digo!, jijijijiji.
– Venga, métete la cinta en el bolsillo del abrigo y vamos para adentro.
Acabé cogiéndole mucho cariño a aquella tienda. Allí tuve la ocasión de ver y / o probar las últimas novedades del mercado de videojuegos. Allí pude echar mi primera partida con Psitron y con Sabre Wulf (milagro, dada la cantidad de gente que había ese día). Allí pude probar en primicia el QL, “ese aparato con dos cacharritos pequeños” como lo definió un comprador que quería verlo, y en el que todos dejábamos volar nuestra imaginación con el impresionante aspecto de los juegos que Ultimate iba a publicar para él. “Viendo el Ajedrez este de Psion seguro que van a ser la hostia”, decíamos.
(Foto: revista Microhobby).
Con el paso del tiempo mi padre dejó de interesarse por el mundo de los radioaficionados, al que yo había cogido una manía tremenda por lo aburridísimo que me parecía. También fui creciendo y ya no me veía obligado a ir con mis padres a todas partes. Mis visitas al Sinclair Store de Diego de León se fueron espaciando cada vez más hasta que al final dejé de ir, aunque durante largo tiempo mantuve el contacto con algunas de las amistades forjadas en la tienda. La última vez que pisé aquel lugar fue en 1986 más o menos, y para entonces las cosas habían cambiado bastante: la gente ya estaba acostumbrada a ver un ordenador, aunque fuese en casa de algún vecino, y los dueños de la tienda habían cambiado de parecer, decidiéndose a desconectar los ordenadores que antaño permanecían siempre a disposición del visitante. En definitiva, el mundo de los ordenadores domésticos perdía paulatinamente la inocencia de los primeros días y adquiría un aspecto más actual.
Nunca más volví a pisar aquella legendaria tienda en la que había pasado algunas tardes memorables. Sinclair fue comprada por Amstrad, se hundió y de ella nunca más se supo. Imaginé, por lógica, que todo lo que había tenido algo que ver con el imperio del Tío Clive habría desaparecido también, al igual que había ocurrido con las revistas sobre Spectrum y cosas por el estilo. Sin embargo aún me iba a llevar una sorpresa: en 1997 estaba yo pateando Madrid en busca de una tienda en la que comprar un PC a buen precio. Paseando por Diego de León, después de muchísimos años sin pasar por allí, pude distinguir los llamativos y luminosos carteles amarillos de “mí” Sinclair Store, que mantenían la singular tipografía de la marca Sinclair y aún ostentaban el logo del Spectrum, el famoso arco iris, brillando en la oscuridad de aquella tarde de invierno. Claro que la tienda que antaño había sido santuario de Sinclair Research se dedicaba ahora a vender PCs y cajas de Windows. Era como si de algún modo se hubiese hecho realidad el sueño que no se pudo lograr con el fallido PC-200: convertir a Sinclair en un best seller de la venta de compatibles. Curioso, ¿no?
Este artículo me suena haberlo leido en viruete.com hace años…
normal que te suene . Fue escrito en el 2003 .
Efectivamente: lo publiqué en 2003 en la antigua versión HTML de El Spectrum Hoy. A Viru le gustó tanto que me pidió permiso para publicarlo en su web, figurando yo como el autor del texto (con mi nick de entonces) y encagárdose él de la maquetación y las fotos. La verdad es que me hizo bastante ilu.
Qué tiempos aquellos, y qué tienda irrepetible, ríete de los fríos y globalizados «Game». Estuve en uno en Francia (Niza)… y era igual igual que los de aquí. Pero esta tienda fue única.
Otras frases míticas Spectruneras:
«-¡No uses cintas de 90, que joden los cassettes y se estropean antes!!!»
«-Me cago en la leche, estaba grabando el juego y ha terminado justo en «lo blanco» ….
Lo blanco, ese enemigo de la escasez de espacio en cinta… XD
¿Entonces el luminoso original sigue funcionando? Me encantaría hacerle un par de fotos la próxima vez que esté en Madrid ¡Que no lo quiten nunca, por Dios!
Se me ha caido el lagrimon! un articulo fantastico, me recuerda a mi infancia en Barcelona. Gracias Leo Rojo.
Alex: No, desgraciadamente ya no. Aún funcionaba en 1997, pero la tienda cerró poco después y se desmateló por completo. En la actualidad el local, profundamente reformado, pertenece a una farmacia si mal no recuerdo.
JMV: Lo de los Game, GameStop y demás es una demostración de la época de «uniformidad social» en que nos ha tocado vivir. La despersonalización al poder, oiga. Y respecto a lo de las frases, ya tienes una idea cojonuda para dedicarle uno de tus artículos: una recopilación de «frases míticas del Spectrum» o algo asín no estaría mal.
Left: Gracias 🙂
Algo muy parecido me pasó a mi con el Alcampo de Moratalaz, donde vivo, pues en su sección de informática habilitaron un lugar donde los clientes podían sentarse y disfrutar durante horas y días de una buena colección de Amstrad CPC y Spectrum+2, se convirtió en mi santuario y lugar de encuentro y relaciones sociales con otros amiguitos allí conocidos, cargábamos juegos y monopolizábamos los ordenadores durante días y meses. Llegó un momento en el que las cintas de cassette y las tabletas de chocolates nos salían «gratis», ante tanto abuso pasó lógicamente lo que tenía que pasar. Para aquel entonces yo conseguí por fin que me compraran un Spectrum+2, pero desde luego fueron unos años inolvidables para mi.
¡Qué recuerdos!
Aunque yo solía ir al de Bravo Murillo,2 , y sobre todo a una tienda «REMSHOP» en la calle Galileo, 4.
Basta con hacer un Street View de los mismos para ver que nada queda de entonces, lo mismo que ha pasado que con casi todas las salas de cine y máquinas tragaperras arcade.
Hoy lo tenemos todo al alcance de la mano, pero nos faltan esos «clubes sociales».
En fin, artículo ya antigüo, pero que todavía trae buenos recuerdos…
Ramón: Gracias. Es curioso que hayas dado con este texto sin que previamente lo haya colgado yo en el espacio de la web en Facebook, dado lo anticuo que es.
Es curioso… En el 98 yo era ya un tipo hecho y derecho, con barba recia y un Ford Escort que me llevaba a todos sitios, y los días del Spectrum quedaba muy muy lejanos, aunque para qué negarlo, en mi Pentium no podía faltar nunca un emulador y la felicidad perfecta la encontraba en los libros o conectando mi viejo gomas en la soledad de la noche. Inesperadamente, mi madre cayó enferma, bastante grave, y se la llevaron a Madrid, por lo que yo, que aún no estaba casado, me pasé unos cinco meses cuidándola (junto a mis hermanos) en una ciudad para mí prácticamente desconocida. Había tardes puntuales que las tenía libres, y las aprovechaba para pasear. Y un día, pasé por Diego de León. Yo iba pensando en que seguro que el profeta Clemente nos llevaba a ganar el mundial de Francia , o algo así, cuando de repente vi esos carteles enormes. En mi ciudad, pequeña y lejana, teníamos una estantería del corte Inglés o la tienda de Ofimática, que tendría unos 20 m2 en total y semejante derroche de superficie y medios dedicados al dios sinclariano eran inconcebibles, era como comparar el antiguo campo municipal con el Bernabeu. Esos anuncios de una tienda de informática, ya con signos de cierre y abandono por entonces, eran una especie de pórtico a mi paraíso interior que sólo se me aparecía en sueños´y me parecía alucinante que la gente no se parase por la calle para contemplarlos. Me quedé como un tonto, en mitad de la acera, sus buenos cinco minutos, viendo un escaparate vacío. Mi móvil no tenía cámara, claro, pero no hizo falta, la imagen de aquellos carteles se me quedó grabada. Volví al hospital mucho más contento.
Qué bonita historia, Sorce.
Sinclair Store, nunca fue comprada por Amstrad. Con los años, se «ganó» ser concesionario oficial IBM. Y estuvo al frente de la empresa, su único dueño.
Gracias por el apunte, Olga.