La literatura de ciencia ficción vivió una época de esplendor durante la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del XX gracias sobre todo a Julio Verne, cuyo éxito sirvió de faro para una serie de escritores que decidieron seguir el camino abierto por él. El más relevante de todos fue sin duda Herbert George Wells, conocido universalmente como H.G. Wells, que aunque tuvo una carrera prolífica a lo largo de la cual tocó varios géneros, sería reconocido principalmente por dos de sus obras: La máquina del tiempo (1895) y en especial La Guerra de los Mundos (1898), un clásico instantáneo que conocería multitud de adaptaciones a los nuevos formatos de entretenimiento audiovisual popularizados a partir de 1900.
Así, Orson Welles produjo un serial radiofónico en 1938 brillantemente presentado como un falso noticiero, lo que provocó una oleada de histeria en Estados Unidos al creer mucha gente que el país estaba siendo realmente invadido por los marcianos. Aunque el propio Welles también estuvo a punto de llevar la novela al cine presionado por la RKO y son varias las películas que se han hecho, la más famosa es la rodada en 1953 por Byron Haskin, cuyo mágico despliegue de efectos especiales aún se luce muy dignamente. El músico neoyorquino Jeff Wayne publicó en 1978 su álbum doble The War of the Worlds, hoy olvidado pero que en su momento conmocionó el hit parade. Y luego están los videojuegos, por supuesto, y en particular uno de ellos.
Ya puestos, también cabe mencionar el estofado que resulta de mezclar a H.G. Wells con Jack el Destripador y soltarlos a ambos en los años 70 para ahorrar costes.
En 1982 Clement Chambers era un joven de dieciocho años que acababa de finalizar la secundaria. Harto de no aprender nada útil decidió abandonar los estudios, renunciar a la universidad y buscar trabajo; pero como tampoco estaba dispuesto a recibir órdenes de cualquiera, optó por ser su propio jefe montando un negocio y en 1983 fundó Computer Rentals Limited, luego más conocida como CRL, con treinta mil libras prestadas por un banco y la idea de dedicarse a alquilar computadoras. Sin embargo pronto vio las posibilidades que ofrecía la producción y distribución de videojuegos y rápidamente optó por cambiar de planes. De que la apuesta resultó acertada habla el hecho de que en un año había devuelto el préstamo al banco y había cambiado su espartano Austin Metro por un reluciente BMW, pero a pesar de obtener algunos éxitos como Tau Ceti (1985) y su secuela Academy (1987), CRL no tardó en granjearse una reputación tirando a mala, con un extenso catálogo de mediocridades que solían pasar desapercibidas cuando no eran directamente vapuleadas por la crítica y el público.
«Todos esos licenciados de Harvard no sirven para nada. Hace falta un tío listo y con hambre». Palabra de un genio.
Y este, por desgracia, es el caso del juego que nos ocupa, al que me une un detalle personal bastante curioso porque me lo dejó un amigo que lo había adquirido en Andorra durante las Navidades de 1984. Lo extraño es que, hasta donde yo sé, el mercado andorrano de videojuegos no disfrutaba de las mismas prebendas que hacían interesante desplazarse allí y pasar la frontera de vuelta a casa con cien cartones de tabaco ocultos bajo el asiento trasero del coche. Mi amigo pagó en Andorra por este juego lo mismo que habría pagado en España: 1.200 pesetas, unos ocho euros al cambio actual. Tras regresar me lo prestó por unas horas y lo copié directamente, sin que ninguno de los dos lo hubiese visto antes en funcionamiento y sin haber leído referencia alguna sobre él exceptuando la sucinta publicidad aparecida ocasionalmente en la revista ZX, donde la única imagen que se veía era la de la portada. En aquella época solía actuar de esa manera. Me gustaba experimentar, probar, acertar y fallar.
Cuando Clement Chambers le compró a Jeff Wayne los derechos de The War of the Worlds para convertirlos en un videojuego, decidió encargarle la tarea a un tal Nigel Taylor, entonces un jovencísimo programador de sólo quince (15) años de edad. Parece ser que el propio Wayne supervisó ocasionalmente el desarrollo del trabajo, aunque desconozco si llegó a verlo terminado antes de que CRL lo publicara durante el verano de 1984, porque a buen seguro se habría llevado las manos a la cabeza. El caso es que Nigel Taylor se fijó en el que era su juego favorito, Valhalla (1983), y lo trasplantó cual esqueje al ámbito de la novela de Wells y la obra musical de Wayne, pero simplificando los controles con la intención de hacerlo un poco más amigable… y extraviando parte de sus cualidades en el proceso. Que ya es decir, porque Valhalla era bastante flojito, o así me lo ha parecido siempre. A mediados de 1984 el Spectrum aún estaba lejos de llegar al tope de sus posibilidades en lo que a videojuegos respecta, pero ya existía un buen puñado de títulos de calidad y el ordenador había demostrado que era algo más que un pedazo de plástico con teclas de goma.
Jeff Wayne: «Chambers me hizo una oferta que no pude rechazar…»
The War of the Worlds estaba simplemente un escalón (o varios) por debajo de lo que en general se esperaba por aquellas fechas en un juego de Spectrum. Piensen tan solo que compartió la vitrina de novedades de la tienda con cosas como Pyjamarama!, Combat Lynx o Sabre Wulf, grandes producciones ante las que el invento de CRL palidecía por obra y gracia de su tremebunda zetosidad. Ya desde el momento de abrir la caja que contenía la cinta original uno empezaba a mosquearse: supuestamente interpretábamos a un periodista que tenía que rescatar a su novia del Londres cercado por los trípodes marcianos, aunque antes debía recoger seis objetos en otras tantas localizaciones que se tenían que visitar en un orden y día concretos.
Pese a conminarnos a escuchar el LP de Wayne para obtener pistas con las que progresar, la realidad era que las instrucciones no aclaraban nada y lo dejaban todo en el aire para estupor del usuario, más si éste no entendía un carajo de inglés. El siguiente reto para nuestra paciencia llegaba nada más meter la cinta para cargarla, un proceso realmente tedioso en el que primero se cargaba una introducción a la historia y luego el juego propiamente dicho, aunque por fortuna era posible saltarse el primer paso y comenzar la carga directamente por el juego. Al menos las dos pantallas de presentación que amenizaban el proceso, ambas diseñadas por el propio Nigel Taylor, estaban bien hechas y resultaban incluso espectaculares, siendo con casi toda seguridad lo mejor del programa.
Una vez concluida la carga, y tras haber echado un par de partidas a modo de prueba, la palabra que mejor definía nuestra experiencia con este invento era “aleatoriedad”. Porque efectivamente, las más de las veces sentíamos no poder controlar nada de lo que sucedía a nuestro alrededor, ni siquiera aquello que teóricamente podíamos controlar. Ya de entrada nos encontrábamos en una situación claramente definitoria sobre lo que nos esperaba: acosados por un trípode que amenazaba con dejarnos fritos, debíamos decidir entre tres posibles opciones para salvar el pellejo. Una elección en plan test, pero desde luego sin recibir ninguna pista ni tener la menor idea de cual podía ser válida. Obligados a elegir prácticamente a boleo, si teníamos la “mala suerte” de no acertar acabábamos muertos y fin de la historia. Bonita forma de empezar ¿no?
Si lográbamos superar tan curiosa prueba comenzaba de verdad la partida, y como no teníamos la menor idea de qué hacer y de cómo hacerlo, todo se limitaba a deambular por calles solitarias hasta toparse con un objeto, un monigote como el nuestro o un trípode, algo que cumpliendo con esa norma de aleatoriedad que gobernaba el programa, podía suceder en cualquier momento porque en ningún caso recibíamos señal alguna de lo que podríamos encontrarnos al doblar una esquina. Tolo ello experimentando continuamente una turbadora sensación de cutrez ante la pobreza exhibida por el juego en todas sus facetas, indigna de cualquier producto comercial de 1984. Para colmo la peor nota se la llevaba el sonido: teniendo en cuenta que The War of the Worlds estaba inicialmente basado en una obra musical, resultaba esperpéntico que todo se limitase a un puñado de pitidos aislados y a la repetición ocasional del mismo fragmento de «Eve of the War» recreada de un modo bastante casposo hasta para el Spectrum.
El nulo aprovechamiento de la compatibilidad con el sintetizador de voz Currah MicroSpeech completaba un panorama desolador. Alguno dirá que me estoy pasando con Nigel Taylor, que a fin de cuentas sólo tenía quince años cuando escribió el juego y que eso ya supone todo un mérito. Pero baste recordar sin ir más lejos al español Emilio Salgueiro, responsable de Phantomas 2 con la misma edad que Taylor. O a Matthew Smith, autor de Manic Miner a los dieciséis años. En aquellos lejanos tiempos, la mayoría de los programadores de videojuegos ni siquiera había comenzado la universidad o terminado la carrera.
Comienza la aventura. Condenados a errar sin rumbo fijo. Apasionante.
A pesar de sus incontables lagunas, The War of the Worlds puede presumir de ser uno de los primeros survival horror de la historia, virtud que le reivindicaba más allá de su vertiente como subproducto de serie B, que no Z. Pulular por calles desiertas con los trípodes acechando al final de cualquier camino lograba crear una turbadora atmósfera de tensión que, inicialmente al menos, resultaba muy atractiva. De algún modo recordaba a lo que un par de años más tarde encontraríamos en Aliens de Electric Dreams, aunque obviamente a una escala muy inferior.
El caso es que acabé atrapado por el juego durante una temporada y me animé incluso a trazar un mapa. O a intentarlo al menos, porque la distribución de las pantallas parecía tan sujeta al libre albedrío como todo lo demás. Nunca tuve intenciones de acabarlo, eso seguro, porque como ya se ha dicho las instrucciones lo dejaban todo en el aire y por añadidura ninguna revista se molestó en publicar una solución. Al menos conseguí llegar a Londres, pero sólo para confirmar que tampoco se ganaba mucho y para quedar una vez más a expensas de la aleatoriedad del programa, en forma de estampida de monigotes que surgía de cualquier calle sin previo aviso y te dejaba “colgado” ante la imposibilidad de hacer movimiento alguno para escapar de las turbas. En ese punto la partida podía darse por concluida: lo mejor era abortarla y empezar de nuevo, eso cuando al programa no le daba por decir que habías muerto aplastado. Aun así no vacilé en intentar seguir progresando, e incluso traté de fabricarme mi propia guía de andar por casa con anotaciones sobre mis progresos y ciertos detalles sobre el juego que iba descubriendo. Pero nunca tuve la sensación de estar haciendo nada que realmente me encaminase hacia un objetivo útil, lo que finalmente degeneró en frustración y en el abandono definitivo de cualquier tentativa por llegar más lejos.
«Hola, soy Nigel Taylor. Así que fuiste uno de los incautos que compró mi juego. Ya veo que no te gustó mucho. ¿Qué haces con ese arma? Me estás poniendo nervioso, tío».
Visto lo visto, a nadie debería sorprender que la trayectoria comercial de tan gargantuesco disparate concluyese en fracaso y se cancelasen versiones inicialmente previstas para otros ordenadores. La carrera del joven Nigel Taylor en el mundo de los videojuegos también quedó cancelada nada más empezar y nunca más se supo de él. Su juego ayudó a cimentar la imagen de CRL como uno de los “garbanzos negros” de la industria europea del software, aunque no a ojos de todo el mundo: el que escribe y suscribe ya ha dejado claro que le moló, al menos durante un tiempo. Lo que me gustaría saber es si también a Jeff Wayne, porque lo que tengo muy claro es que H.G. Wells habría vuelto a palmarla tras dedicarle un rato. Espantado, que no directamente aburrido.
Estupendo artículo como de costumbre. Éste me ha gustado especialmente y es verdad: el juego que Nigel Taylor «perpetró» a partir del disco de Jeff Wayne es para enmarcarlo como uno de los peores juegos del ZX Spectrum.
Gracias! Lo peor no es que el juego sea malo, que lo es. Lo peor es que encima te haya gustado en algún momento, o al menos te haya atraído lo bastante para jugarlo en su día. Y peor si cabe es seguir encontrándole alguna virtud todavía hoy, como su ambientación precursora de los survival horror. De todo tiene que haber en la viña del señor…