En 2016 Radio Televisión Española (RTVE para abreviar) cumplió sesenta años de emisiones y lo celebró como cabía esperar, aunque más modestamente que con las bodas de oro celebradas diez años antes. En aquella ocasión, en medio de la (falsa) prosperidad generada al calor de la burbuja inmobiliaria, el ente público llegó a montar un canal ad hoc (el llamado Canal 50), que con YouTube en mantillas y el archivo digital de RTVE todavía inexistente, permitió redescubrir una televisión mitificada por efecto de la desmemoria y que fue, es y será fiel reflejo del país que la sustenta: rancia, pacata y sumamente miserable incluso más allá del aspecto visual de buena parte de su producción.
Adalides de la excelencia.
En el compendio de adjetivos calificativos anteriormente expuesto tienen cabida hasta los programas más totémicos de la cadena. Incluyendo el que tal vez sea el más «totemizado» de todos: Un, dos, tres… responda otra vez, que en el Canal 50 se emitía los viernes por la noche, igual que durante sus mejores días en TVE. Un programa del que, por causa de la antedicha desmemoria (capaz con el tiempo de convertir el plomo en oro), se ha olvidado hasta su verdadera autoría, la cual no corresponde (al menos no del todo) con la persona a la que habitualmente se atribuye sino al que acabaría siendo su primer presentador.
El peruano Kiko Ledgard había alcanzado la fama en su país gracias al concurso Haga negocio con Kiko, basado a su vez en un original de la tele norteamericana. Emigrado a España por la difícil situación que atravesaba Perú al inicio de los años 70, empezó a trabajar en TVE y allí conoció a Narciso «Chicho» Ibáñez Serrador, emigrado a España como él, que durante los años sesenta había despuntado como realizador y que tenía muy buenos contactos en la empresa. Chicho mostró su interés ante la propuesta de Ledgard para adaptar Haga negocio con a la televisión española, añadiéndole un batiburrillo de ideas propias junto a otras tomadas de su etapa como realizador televisivo en Argentina.
Así fue como nació Un, dos, tres, que empezó a emitirse en 1972 y de inmediato se convirtió en un fenómeno sociocultural, reflejo en cierta forma del proceso de apertura iniciado durante los últimos años del franquismo y acelerado posteriormente durante la Transición, resumido con genialidad en una frase de tan solo cuatro palabras atribuida al ínclito Manuel Fraga: sexo sí, política no. Así, mientras las fuerzas del orden reprimían con dureza a quienes se manifestaban exigiendo derechos tan básicos como el de poder ir a la huelga, Un, dos, tres se convirtió en uno de los primeros programas de la televisión española con un plantel de lozanas y pizpiretas jovencitas mostrando cacha, regular y puntualmente cada semana, a un público que hasta poco tiempo atrás consideraba de lo más erótico la sola insinuación de un tobillo femenino. Eso bastaría para explicar el inmediato éxito del programa, pero dejando a un lado el sarcasmo cabe reconocer las virtudes de un formato que, pese a haber envejecido fatal como bien pudo comprobar Chicho en su último intento por resucitarlo en 2004, fue un referente durante las décadas de los setenta y ochenta, llegando TVE a venderlo a otras televisiones europeas donde el programa, igualmente, funcionó muy bien.
La edición británica, titulada con sorna 3,2,1, fue la más popular junto a Dusty, el simpático cubo de basura que hacía las veces de mascota.
Tras unos años de parón al final de la década de los setenta, motivado entre otras cosas por el alto coste de cada programa en medio de una coyuntura difícil para RTVE, el regreso de Un, dos, tres a partir de 1982 marcó su época de mayor popularidad. Ver el programa se convirtió en un ritual para millones de familias, y la aparición de Mayra, las Tacañonas y demás troupe cada viernes noche señalaba el inicio del fin de semana, transportando al público a un mundo que para algunos era casi mágico. Años después servidor de ustedes tendría la ocasión de asistir a la grabación de unos cuantos programas sólo para constatar que lo único realmente mágico en aquel opresivo y exigente tinglado era Silvia Marsó, de la que me enamoré al instante nada más cruzar con ella dos frases. Ya les hablaré otro día acerca de mis aventuras en televisión, cuando venga a cuento y me apetezca.
Cualquier excusa es buena para poner una foto de Silvia Marsó.
Así llegamos a los últimos estertores de 1983 y los primeros de 1984. Con el Spectrum gozando de un éxito creciente en España y el Un, dos, tres establecido como el programa por antonomasia de TVE (que, recordémoslo, era la única televisión existente), la idea de trasladar el concurso más popular al ámbito del ordenador doméstico más popular parecía bastante lógica pese al reto que suponía.
En este punto cabe hacer un inciso antes de acometer la valoración de un juego que seguro muchos de ustedes conocerán al menos de oídas, y que ha sido tildado de mierder por unanimidad, que no directamente aclamación. A la hora de valorar un hecho histórico (y este juego lo es) conviene hacerlo desde la perspectiva adecuada y no «porque si»: a finales de 1983 el Spectrum acababa de aterrizar en España y no existían ni los mimbres de lo que años más tarde se convertiría en la segunda potencia europea del software, sólo por detrás de la Gran Bretaña. Siendo el Spectrum un ordenador nuevo tampoco había buenos programadores, o al menos programadores capaces de exprimirlo al cien por cien. Ni siquiera en el país natal de la máquina, donde llevaba a la venta apenas año y medio y los juegos capaces de mostrar su potencial eran la excepción, no la norma.
Definiendo el adjetivo «casposo» en toda su magnitud y con una sola imagen.
En aquel contexto, alguien vislumbró la posibilidad de trasladar a un ordenador como el Spectrum un formato televisivo de estructura compleja y realización muy costosa. No contento con eso, pretendía que el carácter participativo del juego no quedase circunscrito al hogar del comprador de la cinta y sus amigos, sino que buscaba montar un concurso a nivel nacional, con reparto de premios y los participantes interconectados de alguna forma. Ni que decir tiene que Internet ni estaba ni se esperaba (1983 / 84, recuerden) y apenas existía prensa especializada que, como tal, permitiese aglutinar en torno suyo a los jugadores y mantenerlos en contacto. Para colmo el Spectrum, además de nuevo, era muy caro en España gracias a los emprendedores que acaparaban su distribución, siempre dispuestos a sacrificarse para hacer avanzar el país. Por ello, y contra la tendencia observada en Inglaterra donde el Spectrum de 16 Kb estaba siendo desplazado a marchas forzadas por el modelo mayor de 48, muchos compradores aún escogían la variante más económica. Si se quería que el concurso tuviese la debida repercusión, había que contar también con los poseedores del Spectrum «pequeño» y eso limitaría sobremanera al programador.
Los obstáculos parecían insalvables, y pese a todo alguien se atrevió a afrontarlos. ¿Exceso de audacia? ¿De confianza? ¿Desconocimiento de las limitaciones (muy limitadas) del Spectrum? ¿Estupidez, lisa y llanamente? No en vano aquello equivalía a competir en las 24 horas de Le Mans conduciendo un Seat Panda. Nunca lo sabremos, pero el caso es que el juego se hizo y se puso a venta, además con el apoyo de TVE y con una versión exclusiva para el mercado inglés, donde 3,2,1 era seguido con fidelidad por millones de personas. Un, dos, tres fue la primera superproducción de software español.
Segunda parte: El Uno, el Dos y el Tres, la hora de los locos.
Información Bitacoras.com
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