Definir a Don Priestley como uno de los grandes iconos del videojuego europeo casi es quedarse cortos, dada la fascinación que despierta su figura y que va más allá de los juegos que programó, siempre en solitario, realzados por unas características singulares que los hacían (y aún los hacen) destacar sobre el resto.
Irlandés nacido en 1940, tenía su vida perfectamente encauzada como maestro de escuela cuando decidió apuntarse a unas clases nocturnas de informática a las que asistía su hijo para apoyarle y hacerle compañía. El vástago las acabó aparcando pero no así el padre, quien completamente seducido por aquella ciencia determinó abandonar la seguridad de su trabajo para vivir programando videojuegos, comprándose un ZX-81 con algunos ahorros ante el estupor de su mujer. La decisión entrañaba muchos riesgos en la depauperada Inglaterra de los primeros años 80, pero poco después Priestley conseguía vender su primer programa y con ello los ánimos de la parienta empezarían a serenarse.
«En casa quien lleva los pantalones es mi mujer».
El periodo que va de 1986 a 1988 y los tres juegos que publica en él marcan la cima de su trayectoria, si bien nunca había pasado desapercibido desde que en 1981 fichase por DK ´Tronics, una de las grandes empresas del sector informático en esa época. Pero es a partir de la publicación de The Trapdoor durante el último tercio del mencionado 1986 cuando Priestley se hace realmente famoso. A su pesar, pues no le gustaba demasiado tal condición y ni mucho menos presumía de ella: fiel a su peculiar socarronería irlandesa, allí donde sus colegas de profesión alardeaban de estatus comprando fastuosos coches deportivos, él llevaba una vida modesta y respondía en las entrevistas que con todo el dinero ganado como programador se había comprado un yate y un avión privado… y jugaba con ellos en la bañera.
Curiosamente, y a pesar de la excelente acogida de The Trapdoor, su juego más vendido continuaba siendo 3D Tanx, que llevaba cuatro años en el mercado. Pero una secuela estaba cantada:el decisivo empuje que The Trapdoor le había dado a la carrera de Don Priestley fue parejo al que proporcionó a la firma que lo sacó a la calle, Piranha, recién constituida por la gigantesca distribuidora Macmillan esperando probar algo de la cada vez más jugosa tarta del software. No era cuestión de desaprovechar la situación, y de este modo el irlandés se puso manos a la obra mientras casi al mismo tiempo desarrollaba Flunky, en jornadas que él mismo describiría como «de varias semanas al día».
Durante un tiempo, esta fue la puerta de acceso a la casa de Priestley.
¿Y cómo haces para inventarte la secuela de un juego que a priori no deja muchas posibilidades para eso? Priestley mostró una vez más su genialidad permitiéndonos atravesar la tan temida trampilla, algo que no ocurría en la serie de TV en que se basaba The Trapdoor, dándole una vuelta de tuerca argumental que ampliaba enormemente sus posibilidades. Los dos personajes más amados y al mismo tiempo odiados del juego junto al protagonista (el amorfo esclavo aspirante a chef Berk) adquirían en la secuela una importancia capital.
De ellos ahora sabíamos que tenían nombre: Drut, la odiosa «rana» que tanto nos molestaba birlándonos gusanos, sería colaboradora imprescindible en el rescate de Boni, la calavera que tanto nos había divertido sirviendo de «condimento» a nuestros guisos en respuesta a sus irritantes y absurdos consejos. Un espantoso murciélago decapitado surgido de la trampilla había secuestrado a Boni para disfrutar de la cabeza que nunca tuvo, aunque fuese sólo calavera. Berk no tendría otro remedio que arrojarse por la trampilla junto a Drut para buscar a su amiga. Lo que en The Trapdoor implicaba el suicidio de nuestro personaje entre insultos de su amo por la estupidez, en Through the Trapdoor se convertía en la primera acción de la aventura, dando pie a conocer por fin lo que se escondía «ahí abajo».
Gordon Ramsay le deja claro a Berk lo que opina sobre el estado de su cocina. En términos que hasta él pueda entender.
Que por supuesto no era un spa. Bajo la famosa trampilla se ocultaban unas lóbregas mazmorras en las que Berk y Drut, hábilmente controlados por el jugador, debían colaborar para superar ardides y peligros de una astucia letal. Respecto a su antecesor, Through the Trapdoor aumentaba el componente aventurero sobre el arcade, emparentándose de esta forma con otros juegos de Priestley como Popeye o el mismo Flunky, lanzado pocos meses atrás.
Como buena secuela, Through the Trapdoor debía ofrecer más y mejor, y aunque Don Priestley lo consiguió en buena parte, tratándose del Spectrum no había demasiado hueco para florituras. Sobre todo cuando era prioritario conservar los gigantescos y coloristas gráficos tan representativos de The Trapdoor y los juegos más recordados del programador irlandés, que tuvo que hacer algunos sacrificios para que los usuarios pudiesen disfrutar de una experiencia variada y divertida, en la que además Berk y Drut podían (y debian) ejecutar una gran cantidad de tareas, entre las que figuraban cosas como disparar un cañón o salir literalmente volando para luchar contra arañas gigantes, babosas gigantes, un gigantesco brazo mecánico o un todavía más gigantesco esqueleto con cara de malas pulgas.
Pero incluso con sacrificios (el abigarrado escenario de The Trapdoor desaparece y en Through the Trapdoor los fondos se muestran prácticamente vacíos), seguía sin haber sitio bastante para añadir más que un puñado de localizaciones distintas, unas treinta, a todas luces insuficientes otorgar al juego la consistencia que su desarrollo merecía. Priestley resolvió el problema mediante un diseño muy ladino de la aventura, obligando a pasar varias veces por el mismo sitio para alargar así su duración, y planteando al mismo tiempo serios dilemas morales al jugador (cagarse en el programador, en su familia, en sus muertos o directamente en todos ellos) por culpa de la elevada dificultad de muchas trampas. El primer nivel de los cuatro en que se dividía el juego era relativamente fácil de superar con un poco de práctica, pero a partir del segundo los aprietos no paraban de llegar y eran fruto constante de frustraciones, haciendo insuficientes las ¡16 vidas! con las que iniciábamos nuestro periplo.
Don Priestley siempre ha admitido que con Flunky se pasó un pelín a la hora de calibrar la dificultad, pero con Through the Trapdoor tampoco se quedó a la zaga. Eso no fue obstáculo para que las nuevas desventuras de Berk y sus amigos tuviesen mejor acogida incluso que la primera entrega, aun siendo Flunky bastante más simpático pese a ser igualmente cabrón (o más, por cómo retrataba a la familia real británica). Cosas del protagonista, que lo petaba entre la chavalería europea aficionada a los videojuegos y estaba dispuesta a seguirle a todas partes. Incluso a una infecta mazmorra escondida bajo una trampilla. Llegados a este punto queda claro que a título personal siempre preferí The Trapdoor a su secuela: es más fácil de jugar, más divertido a la larga y menos propenso a provocarte una úlcera de estómago o un brote psicótico. Ello no es óbice para juzgar Through the Trapdoor como lo que es: un juego estupendo y muy bien hecho, clara muestra de las numerosas cualidades que atesoraba su hacedor. Y eso que empezó a programar sólo por echarle un capote a su hijo…
Información Bitacoras.com
Valora en Bitacoras.com: Definir a Don Priestley como uno de los grandes iconos del videojuego europeo casi es quedarse cortos, dada la fascinación que despierta su figura y que va más allá de los juegos que programó, siempre en solitario, realza…