A la hora de hablar del Commodore 64, incluso sus más acérrimos seguidores se olvidan a veces de mencionar que continúa siendo, en pleno siglo XXI, el ordenador personal más vendido de la historia. Por encima de ser un mero dato estadístico, certifica el impacto social que la máquina disfrutó hasta en países donde, como España, el Spectrum o el Amstrad CPC fueron los grandes dominadores del mercado.
Comercialmente siempre dio la talla allí donde se vendió y era un «actor» a ser tenido en cuenta hasta cuando trabajaba en un papel secundario. Nacido para combatir contra Apple pero en especial contra Atari (uno de sus objetivos era medrar en el pujante sector de los videojuegos, que en los primeros ochenta experimentaba un crecimiento desorbitado en Estados Unidos), su éxito alcanzó tal magnitud que sirvió de germen para una industria que al otro lado del charco era casi inexistente. Empresas como U.S. Gold, Hewson Consultants o Gremlin Graphics debían al Commodore 64 buena parte de su éxito, y sin él es imposible entender la expansión de los ordenadores domésticos en países como Italia o Alemania. En su momento más álgido, cuando Apple vendía cincuenta mil ordenadores al mes, Commodore estaba vendiendo… medio millón. Tal era la demanda y tantos sus adeptos que Commodore tuvo que echarse atrás en sus repetidos intentos de «finiquitarlo» tras el lanzamiento de sistemas teóricamente destinados a sucederlo, como el C-128.
Los motivos de su éxito van mucho más allá de las magníficas prestaciones que ofrecía pese a su elevado precio, que en 1982 equivalía a unos mil quinientos euros de hoy, y obedecen a numerosos factores que sería demasiado extenso explicar aquí pero que ya he comentado, de pasada, en alguna ocasión. Así como el Spectrum fue conocido como «el Gomas» por la singularidad de su teclado, las formas del C-64 le brindaron el mote de «panera» cariñosa y despectivamente a partes iguales. Pero como le ocurrió al Speccy, y dejando a un lado otras características valiosas como su legendario chip de sonido, aquello contribuyó de manera determinante a forjar la inconfundible personalidad del ordenador, casi tan fuerte como la del tipo que estuvo detrás de su creación.
En los años ochenta no había mucha gente que supiese quién era Jack Tramiel en especial si vivía fuera de Estados Unidos, pero hoy es tan famoso como los ordenadores que alumbró. Puede que más, habida cuenta de todo lo que se ha escrito de él en Internet con la intención de descubrir al público mayoritario las memorias de un personaje sumamente controvertido, pero que precisamente por eso resulta fascinante y sin el cual no se podría entender la evolución de la informática casera ni las dimensiones que alcanzaría a lo largo del último cuarto del siglo XX.
Judío polaco nacido como Idek Trzmiel y superviviente de Auschwitz, emigró a Estados Unidos en busca de una vida mejor y se alistó en el Ejército convencido de que así se integraría más rápidamente en el país. Influido por sus años de internamiento en campos de concentración y exterminio de la Polonia ocupada por los nazis, se adaptó de maravilla a la disciplina militar y no tardaría en dar muestras de su carácter: acostumbrado a levantarse cada día a las cinco de la mañana, en el cuartel se encargaba de espabilar a sus compañeros más remolones arrojando cubos de agua sobre ellos, lo que rápidamente le valió una promoción temporal a sargento.
Al poco de recoger a su esposa, recién llegada desde Europa, estaban pensando en destinarle a Alaska, pero en lugar de eso movió ficha para que le trasladasen a un centro de mantenimiento y reparación de máquinas de escribir en Nueva York; una auténtica bicoca que ofrecía enormes posibilidades de prosperidad porque las máquinas de escribir habían sido un puntal clave para el esfuerzo de los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial. No se rían. Durante la guerra las Fuerzas Armadas requisaron toda máquina de escribir compacta que pudieron encontrar. Eran vitales en el trasiego de papeleo e informes, habiendo incluso soldados especialistas en mecanografía que saltaban en paracaídas sobre territorio hostil llevando una a la espalda. La demanda era tan alta que su adquisición fue prohibida a los civiles salvo autorización expresa. Finalizado el conflicto, esa demanda antes acaparada por los militares se trasladó a las calles y cualquiera que supiese trajinar con máquinas de escribir ya fuese para venderlas, repararlas o ambas cosas, podía hacerse de oro.
Así fue como el antiguo Idek Trzmiel, ahora reconvertido en Jack Tramiel en su nueva encarnación estadounidense, aprovechó el aprendizaje recibido para montar Commodore Business Machines copiándole a IBM el estilo del nombre. La empresa se haría famosa ya desde sus inicios a causa de los métodos arteros utilizados por su fundador para hacer dinero a toda costa, pisando sobre quién hiciese falta (solía decir que «en los negocios no tengo competidores, sólo enemigos») e incluso esquivando normativas legales de ser necesario. Un ejemplo: al inicio de los años cincuenta Tramiel vendía máquinas de escribir importadas de Checoslovaquia. Cuando el Gobierno norteamericano prohibió esas importaciones por el recrudecimiento de la Guerra Fría, nuestro hombre recurrió entre otros al financiero Irving Gould (su recurso habitual a la hora de proporcionarle dineros para invertir) e instaló una subsidiaria de Commodore en Canadá para montar allí las máquinas, a donde llegaban por piezas. Así podía importarlas luego a Estados Unidos «legalmente».
Con sus empleados tampoco se cortaba un pelo llegado el caso: cuando compró MOS Technology, una empresa virtualmente en quiebra, con la idea de enfrentarse a la todopoderosa Texas Instruments en la fabricación de componentes electrónicos, el ingeniero Chuck Peddle le enseñó un prototipo embrionario de lo que luego sería el Commodore PET. Tramiel, que por entonces vendía calculadoras de bolsillo y no sabia nada de ordenadores, se dejó convencer por el ingeniero de lo que representaban cara al futuro inmediato porque el interés del público hacia ellos no dejaba de crecer. Y él, con ese instinto para los negocios que le convertía en un desaprensivo pero también en un vendedor nato, se abalanzó sobre Peddle: «No tengo idea de para qué sirve esto, pero si en seis meses puedes meterlo en una carcasa y convertirlo en un producto vendible, tendrás trabajo. Si no, pues adiós».
El tito Chuck con cara de «¿quién coño es Jack Tramiel?»
Ambos no tardarían en acabar a tortas. Tramiel, que le consideraba un mal subordinado porque los beneficios de la empresa se la traían al pairo y sólo pedía «tiempo y más tiempo» para desarrollar sus inventos, tenía esa «cualidad» de tocacojones propia de quienes no pueden ser juzgados desde la prudencia que señala el término medio y o te caen bien o como el culo. Preferentemente esto último. No extraña pues que también acabase a la gresca con su mecenas, el ínclito Irving Gould, quien a base de prestar ayuda a Tramiel repetidas veces acabó exigiendo un puesto en Commodore con mando en plaza. Los desencuentros entre ambos por la forma de llevar la empresa eran cada vez más frecuentes y virulentos.
Finalmente, a primeros de 1984 Tramiel (que se refería a Gould como «el hombre al que pedí dinero en 1967 y yo, a cambio, le di un trabajo») se hartó y presentó una dimisión fulminante e irrevocable a su socio. Un «ahí te quedas» que se produjo cuando Commodore estaba facturando mil millones de dólares al año, sorprendente para todo el mundo… excepto para el propio Tramiel, quien llevado por su temperamento no tomaba una decisión tan drástica por vez primera: tras licenciarse del Ejército empezó a trabajar en una empresa para la que, por su cuenta y riesgo, logró un jugoso contrato de mantenimiento y reparación para 20.000 máquinas de escribir. Estuvo esperando un aumento de sueldo durante meses hasta que un día se presentó ante su jefe para decirle que se marchaba. Este, alarmado, le ofreció poco menos que un cheque en blanco a cambio de retractarse en su decisión, a lo que Tramiel replicó: «Llegas tarde, tal como me has tratado prefiero montármelo por mi cuenta. Eres un imbécil».
Su marcha de Commodore no implicó el fin de la carrera de Tramiel en el mundo de los ordenadores ni tampoco el fin de la tempestuosa relación que mantenía con su ahora exempresa, traducida en varios pleitos por daños, perjuicios y otras lindezas. Todo mientras Tramiel pujaba por hacerse nada menos que con Atari, antigua competidora (perdón, enemiga) que por aquel entonces se encontraba arruinada tras el famoso crack de los videojuegos de 1983. Warner la había comprado por 28 millones de dólares y le pedía a Tramiel 240 para venderla, en una tortuosa operación durante la cual el antiguo superviviente de la Soah sacó a relucir su carácter por enésima vez: «¿En serio me estáis pidiendo ese dineral a cambio de una empresa que pierde entre dos y tres millones de dólares al mes? Pues jodeos». Al final la adquirió por 24, y sin alcanzar el éxito obtenido con Commdore, el nuevo dueño tampoco hizo un mal negocio: fue responsable del lanzamiento de la gama de ordenadores ST, y antes de retirarse vendiendo Atari en 1996 obtuvo gran satisfacción viendo cómo Gould se hundía paulatinamente con una cagada tras otra.
¿Les ha gustado? No me extraña, habida cuenta de que las biografías de sátrapas, tiranos y capullos en general ejercen una atracción especial en el público. Son seductoras. Por eso he hecho este resumen biográfico deliberadamente extenso; por eso y porque es lo más interesante que encontrarán al leer The Story of the Commodore 64 in Pixels, escrito por el prolífico Chris Wilkins y sobre cuya obra he dedicado ya varios textos a lo largo de los últimos años.
El libro en sí puede resumirse velozmente, pues para empezar su estructura es idéntica a la de otros trabajos del autor: introducción, una sinopsis histórica centrada en los protagonistas del libro, y luego un batiburrillo de entrevistas a personajes con una contribución relevante para el legado de los antedichos protagonistas, programadores de videojuegos en su inmensa mayoría y que ocupan la mayor parte del libro. A esto se añade para la ocasión una serie fichas que describen brevemente algunos de los juegos más célebres del C-64, que ocupan las páginas centrales. Todo con un estilo visual y de maquetación ya conocido para quienes hemos leído con anterioridad a Wilkins, cuyos libros parecen salidos de una cadena de montaje antes que de su puño y letra. Nada nuevo bajo el sol.
Y ese es precisamente el mayor problema de este libro, claramente orientado hacia un público neófito antes que a «versados» en retroinformática. Los primeros encontrarán aquí un buen método para introducirse en el maravilloso mundo del Commodore 64 y conocer a sus mayores genios, como los firmantes de algunos de sus mejores juegos o aquellos que más partido sacaron de su elogiada circuitería. A los segundos, The Story of C64 in Pixels casi seguro les sabrá a poco, salvo que les pueda la curiosidad o sean coleccionistas y tengan muchas ganas de poseer el libro en formato físico para lucirlo en una estantería.
Esto no significa que estemos ante un libro descaradamente malo, ni mucho menos. Está bien escrito y es fácil y cómodo de leer. Pero incidiendo nuevamente sobre el párrafo anterior, y habida cuenta del elevado precio que suele distinguir a esta clase de libros y que en el caso que nos ocupa no es la excepción, un neófito que esté pensando en adquirirlo quizá decida echarse atrás viendo lo que puede obtener gratis escribiendo «Commodore 64» en Google o YouTube. Lo mismo, o casi, puede aplicarse a un público más experto, porque a buen seguro ya conocerá sobradamente todo lo que aquí se cuenta e incluso más.
Pantalla de carga de Druid II, imagen icónica entre los fanáticos del C-64 e ilustrativa de lo que se puede hacer con su estupendo chip de vídeo.
En resumen, y para acabar, The Story of the Commodore 64 in Pixels se encuentra más cerca del relativamente flojo The Story of ZX Spectrum in Pixels que de The Story of U.S. Gold, de largo el mejor libro de Chris Wilkins que he leído hasta la fecha. Si acaso, lo más destacable del que nos ocupa en este artículo es la lección que se extrae tras leer sus primeras páginas:
En esta vida, para triunfar hay que ser un hijoputa.