Se respiran aires de primavera. El invierno queda atrás y el frío típico de esa estación pasa a ser un recuerdo hasta dentro de unos meses, lo cual tiene sus cosas buenas y malas. Para mí, un tipo tan friolero que casi tiene que dormir bajo un edredón si la temperatura ambiente baja de 25º C, está claro que los calores que ahora se aproximan mejoran en cierto modo la calidad de vida. Sin embargo, el aumento del calor trae consigo que los insectos que tanto odio empiecen a salir de sus madrigueras y a pulular por ahí. Y también hay mucha más gente por la calle. Llamadme huraño o asocial, pero soporto mal las multitudes y los agobios que acarrean, y ahora que el calor empieza a apretar se trata de una situación cada vez más frecuente.
Ganas de potar aumentando…
Cuando más se nota esto es durante los fines de semana. España es el país donde más se nota el llamado “carácter latino”; eso que impulsa a miles de borregos, azuzados por los medios de incomunicación, a liarse a palos con la policía para defender su derecho a hacer botellón, en lugar de quemar las calles para protestar contra la especulación inmobiliaria y sus responsables. Será cosa de que con los años uno se vuelve más conservador, pero cada vez me siento más incómodo saliendo los fines de semana, sobre todo por el centro de Madrid. En esta zona de la ciudad, que además es un magnífico enclave turístico y de paseo, se cumple aquello de que “el que se aburre es porque quiere”.
Pero resulta que en esas noches de fin de semana veo una ralea de imbéciles y busca líos cada vez mayor. Y no se te ocurra coger el coche, porque entonces llegas a casa preguntándote cómo has podido llegar de una pieza con tanto kamikaze suelto. Si hace unos años alguien me hubiese dicho que hoy escribiría algo así seguramente me habría reído, porque tampoco creo que las cosas estén, en ese sentido, mucho peor que cuando era más joven y pateaba las calles de bar en bar los sábados por la noche, igual que hoy hacen miles de personas. Tal vez mis impresiones se deban a que ahora salgo por ahí en un estado de conciencia plena (paso de pagar un dineral por un tubo de garrafón) y veo las cosas tal y como son en realidad; algo así como ver Matrix desde el exterior, o casi.
«Nos importa una puta mierda no tener curro y tener que follar en el cohe por no poder comprar una casa. Pero el día que no podamos comprar alcohol por mis muertos que arrasamos las calles, cagoondios».
De todos modos, el salir los “findes” tiene su lado bueno porque uno se puede encontrar cosas interesantes. No me refiero a tías con “cinturones anchos” dándose un remojón en las fuentes de alguna calle, que de todo hay en la viña del Señor, sino de otros temas con más “miga” y mucho más interesantes para comentar en esta santa web. El sábado 1 de abril de 2006, y mientras echábamos unas risas en una tetería próxima a Plaza de España, nos pusimos a ojear un ejemplar de Calle 20. Básicamente es algo así como El País de las Tentaciones o su versión televisiva, Cuatrosfera: un “suplemento alternativo y underground” pero más chusco si cabe (que ya es decir) además de gratuito, como el diario 20 Minutos bajo cuyo auspicio se distribuye. La diferencia entre ambos estriba en que mientras el Tentaciones va destinado a todos aquellos que se dicen “de izquierdas” y van de rebeldes y modernos respaldándose en el dinero de papá, el otro se destina al público que quiere aparentar la misma rebeldía y modernidad pero no tiene pasta para permitírselo, ni siquiera para comprar una revista “de tendencias” por zarrapastrosa que sea.
Todos los que me conocen bien saben de sobra mi animadversión por los periódicos gratuitos o “hamburguesas de papel”, como yo los llamo. Diarios cocinados en su mayoría a base de ingredientes de paupérrima calidad y de rápido consumo, de los que hasta el mismísimo William Randolph Hearst se hubiese avergonzado. Fernando de Rojas, a la sazón autor de La Celestina, escribió en una ocasión que no hay libro total y completamente malo, aunque es evidente que no leyó nada de Lucía Etxebarría. De las revistas se podría decir más o menos lo mismo, y Calle 20 no es la excepción. El nivel general de la revista está a la par de su homónimo diario, lo que ya dice bastante. La lectura de este particular “refrito de tendencias” te deja un regusto a gafapastil de baratillo que hecha para atrás, pero así y todo algo puede salvarse de una hipotética quema, como el artículo que aparece en el número fechado en abril de 2006 y que podéis ojear aquí. Su autor es Ignacio Escolar, quien fuera líder del grupo de música Meteoshit (perdón, Meteosat), y hay que reconocer que aunque es corto y no dice nada especial a los que llevamos años en el mundillo vintage, el articulillo de marras se deja leer y está razonablemente bien escrito, lo que para el nivel general de la revista ya es casi como decir que el autor merece el Nobel de Literatura. Eso sí, la impresión es que el texto está muy orientado a pijos de mercadillo, público objetivo de este engendro de revista.
«No veas lo que mola mi nuevo móvil, tron. Ma´ costao la mitad que un Nokia de verdad, y si se jode te lo puedes beber».
Resulta sorprendente, pasados casi catorce años desde que algunos empezamos a cacharrear con emuladores y casi diez desde que salieron a la luz las primeras versiones del M.A.M.E., que sea ahora cuando el vintage informático empiece a cobrar fuerza entre el gran público. En esto no se puede descartar la perniciosa influencia de rojillos residentes en barrios bien y demás intelectuales de carnet, pero ha sido sin duda la expansión de la telefonía móvil y sistemas de ocio portátiles de última generación la que ha llevado al relativo “boom” de la retroinformática. Aparatos como la PSP o la N-Gage se han revelado como estupendas plataformas para emular los viejos sistemas bajo cuyas alas muchos descubrimos la magia de los ordenadores y los videojuegos. Yo creo que es algo realmente positivo para nuestros intereses y para los de la comunidad de “jugones” y locos por la informática en general. Por un lado nuestro esfuerzo por divulgar el culto a los viejos sistemas de los 80 (y también de los 90, porqué no) no cae en saco roto; y por otro se posibilita a las nuevas generaciones, que no tuvieron ocasión de vivir todo aquello, de descubrir que no todo han de ser gráficos ultrarrealistas y bandas sonoras digitales. Que los orígenes de los videojuegos y su historia pueden ser tanto o más interesantes que las últimas noticias, y que juegos tan sencillos como el Space Invaders o el Pac Man pueden arreglar un aburrido viaje en autobús o en tren, ahora que por desgracia ya es habitual pasarse una o más horas camino de la universidad o del trabajo.
Todo ello contribuye a colocar pequeñas piedras que ayudan a sostener el frágil edificio del retrogaming, siempre bajo el peligro de una especie de “Nada” que, como la de la mítica Historia Interminable de Michael Ende, amenaza con sumir nuestro mundo en las más oscuras tinieblas y acabar con él. Algo que le ocurre al moderno mercado de los videojuegos, donde pasados tres meses de su comercialización, nadie se acuerda de aquel juego que tantas portadas ocupó en las revistas del ramo. Que nadie se engañe: eso también pasaba en 1985; en menor medida tal vez, pero el advenimiento de Internet dio a los usuarios una oportunidad única para revivir viejas pasiones olvidadas y darlas a conocer para sacarlas del olvido.
Las consolas y teléfonos portátiles de última hornada (y sus sucesores) constituyen la mejor oportunidad junto con Internet para continuar con la labor de “rescate” de viejas glorias, posibilitando incluso la expansión del fenómeno hasta límites que ninguno de nosotros se habría imaginado. Ahí está para demostrarlo el remake para teléfonos móviles de Vega Solaris, o el hecho de que un amigo de mi hermano pequeño esté desarrollando un emulador (de Oric Atmos creo) como proyecto de fin de carrera. En cierta forma somos como los padres que intentan inculcar sus aficiones a los hijos. Es una oportunidad que no se debe desperdiciar. Pero hay que tener cuidado de hacer las cosas bien, procurando que ese “inculcamiento” no se contamine con las ansias de mercantilismo exacerbado que suelen ir de la mano de cualquier afición (por ejemplo, me parece inadmisible pedir 200 euros por un Spectrum en una feria). Ni tampoco con opiniones mal informadas, tergiversadas y sesgadas que dan una imagen totalmente errónea de nuestro trabajo y de nosotros mismos. Ni con nostalgia gratuita, que es casi tan perniciosa como todo lo anterior. Respeto y cariño por el pasado sí, pero sin cerrar las puertas al futuro ni a sus maravillas.
Adorad todos a vuestro único y verdadero dios, cabrones.