Allá por los inicios de 2014 me hice eco de la publicación de Ocean, the history, que si mal no recuerdo ahora (corríjanme si me equivoco) inauguró la carrera de Chris Wilkins como autor literario. Con el tiempo, y gracias a iniciativas de financiación como Kickstarter, Wilkins se ha convertido en un prolífico y exitoso escritor del que este año me acabaré leyendo nada menos que cuatro libros. Curiosamente ha sido el más antiguo de todos ellos el último en caer, más que nada porque ya conocía la historia que en él se cuenta y no despertaba en mí tanto interés como los demás, aunque eso no implica que sea un mal libro.
Para no andarnos con rodeos innecesarios, diremos que si The Story of the ZX Spectrum in Pixels era regulin y The Story of U.S. Gold estaba bastante bien, este Ocean, the history quedaría exactamente ahorquillado entre ambos. Su principal «problema» (vamos a decirlo así, entre comillas) es que lo que cuenta resultará familiar a casi todo comprador potencial, puesto que ya se ha contado otras veces y además existe una abundante hemeroteca que, recopilada en numerosas publicaciones de los años ochenta y noventa, puede consultarse incluso gratuitamente en la Red. Porque Ocean fue una empresa mediática hasta un grado desconocido en su época, siempre presente allá donde hubiese un hueco libre para hacer publicidad de sus productos y con su plantilla disponible para conceder entrevistas día sí, día también.
No en vano el británico David Ward, fundador y máximo responsable junto a su socio al cincuenta por ciento Jon Woods, aplicó desde el primer momento uno de los axiomas principales del mundo empresarial: para vender a lo grande es necesario parecer grande. Nada de anuncios por palabras o reseñas a pie de página. Ward había vivido durante años en Los Ángeles y conocía bien los trucos del marketing americano, que siempre ha sido el mejor. Allí fue donde entró en contacto con el mundo de los videojuegos, cuando la mafia local le colocó máquinas recreativas en el club nocturno que regentaba, al que los mafiosos acudían cada lunes montados en Cadillacs para llevarse su parte de la (jugosa) recaudación, dándole una idea del negocio que aquello suponía. De vuelta al Reino Unido no tardó en atisbar las posibilidades de un territorio virgen en materia de videojuegos, donde el creciente parque de ordenadores domésticos prometía una fortuna a quien supiese exprimirlo.
Así nació una firma pensada para ser grande aunque fuese en apariencia (más tarde llegaría a serlo de verdad). De este modo, y como Liverpool estaba saturada de pequeñas empresas dedicadas a hacer y comercializar juegos de ordenador, Ocean estableció su sede en Manchester sólo para destacar como la única empresa de videojuegos de la ciudad, alquilando parte de un siniestro (pero enorme) edificio victoriano a orillas del río Irwell que en otro tiempo había pertenecido a una naviera griega. Incluso el nombre estaba pensado «a lo grande» al ser ocean una palabra fácil de pronunciar y traducir a otros idiomas, dándole un alcance «global».
Ocean revolucionó el mundo europeo de los videojuegos en todas sus vertientes, pero especialmente en el terreno publicitario. Cuando todo el mundo se conformaba con juntar un par de mesas de colegio y ponerles un tapete encima para mostrar sus productos en una feria, esta gente montaba stands que parecían sacados de una peli de Hollywood y contrataba a una pareja de malabaristas para promocionar Chinese Juggler. Su ambiciosa política expansiva, basada en adquirir numerosas licencias de recreativas, cine y TV, y que incluyó la absorción de firmas rivales como Imagine Software y la apertura de delegaciones hasta en Estados Unidos, convirtió a una empresa que había empezado vendiendo juegos de chichinabo por correo en una multinacional valorada en cien millones de dólares, lo que Infogrames pagó a David Ward y Jon Woods para comprarla a mediados de los 90.
«Dejad que los niños se acerquen a mí y me hagan rico».
Nos encontramos pues ante un relato que así expuesto mola un millón, de esos que se la ponen tiesa de golpe a quienes preconizan las bondades del capitalismo y el valor del trabajo duro desde un consejo de administración o la ejecutiva de un partido neoliberal. Sin embargo, Chris Wilkins apenas destina un tercio de su libro a contárnosla, dedicando el grueso a entrevistas, algo que no deja de resultar decepcionante por cuanto la mayoría de los entrevistados, famosos entre los aficionados a la retroinformatica, ya lo han contado todo en entrevistas previas. Aun así todavía hay lugar para sorpresas como la presencia de Dawn Drake, una de las poquísimas chicas que trabajaba con videojuegos en los ochenta y prácticamente desaparecida de la faz de la Tierra hasta la publicación del libro. De natural pelirroja y con un cierto parecido a toda una celebridad como era entonces Sarah Ferguson, ser la única chica y tener un carácter algo retraído que la impedía disfrutar en las fiestas (se marchaba pronto para evitar quedarse sin trenes) la convirtió en objeto de deseo entre los habitantes de «la mazmorra», el lúgubre sótano donde los programadores de Ocean desarrollaban su actividad dentro del legendario edificio de Central Street al que Ocean se trasladó desde su primera sede, y del que se decía que estaba encantado al estar construido sobre los restos de una vieja iglesia, con tumbas y todo.
«¡Dejad de mirarme el culo, so guarros!».
Pinceladas anecdotiles como éstas contribuyen a que el libro gane algo de chispa, pero sin conseguir en ningún momento que nos abandone la sensación de haberse quedado a medio gas, por debajo de sus posibilidades. En este sentido también cabe mencionar el hecho de que Wilkins rehuya cualquier polémica especialmente con relación a David Ward, un tipo que cargaba con cierta fama de mafiosillo (todo se pega menos la hermosura) y de maltratar a sus empleados sobre todo cuando el calendario agobiaba, algo que por otra parte era lo habitual dada la fuerte vinculación de Ocean al mundo del cine y la TV. Ocean, the history retrata a Ward como el perfecto capitán de empresa, tomando siempre la decisión correcta en el momento oportuno y siempre dispuesto a ceder la Visa para que los suyos pudiesen despendolarse tras una larga jornada de trabajo, muchas veces con él al frente. En más de una ocasión hubo que «rescatarle» tras una noche de juerga, en particular durante las ferias, llamando la atención por su habilidad para mantener la compostura en público mientras intentaba digerir una resaca descomunal.
«Anoche me trinqué veinte cubatas y miradme, fresco como una rosa».
Por todo ello, es lógico que el eje narrativo se articule en torno a David Ward (también a Jon Woods, que le tenemos un poco olvidado al pobre). Sin embargo, el verdadero protagonismo no recae sobre ellos sino en la persona de Gary Bracey. Como jefe de desarrollo de proyectos, era el amo de «la mazmorra» y el encargado de gestionar el enlace entre los hombres que hacían los videojuegos (y una mujer) con la dirección, lo que finalmente le llevaría a conocer los entresijos de Ocean mejor incluso que sus propios jefes. Bracey también debía tratar con los responsables de las películas y series cuyos derechos eran adquiridos por la compañía. Leía guiones, acudía a rodajes y charlaba con sus integrantes buscando ideas extrapolables a un videojuego.
Así pudo conocer a lo más granado del famoseo Hollywoodiense. Durante el rodaje de Batman hizo muy buenas migas con Kim Basinger y su entonces marido Alec Baldwin, a quienes invito a cenar en su casa; pero su proyecto más ambicioso fue Jurassic Park, una licencia por la que Ocean desembolsó tres millones de dólares y que sería, también, la última. Bracey guarda un buen recuerdo de sus encuentros con Steven Spielberg, por el que sentía una gran admiración, como lo guarda de casi toda la gente con la que trató a lo largo de sus años en Ocean. Su carácter cercano y extrovertido le hacía cae bien y que los demás le cayesen bien, aunque con excepciones entre las que destacan Matt Groening y sus chicos de Los Simpsons, que con la serie viviendo de largo su mejor momento se lo tenían, al parecer, muy creído y a causa de ello estaban particularmente insoportables…