En el mundo de los videojuegos, el género de las aventuras conversacionales (o de texto, que también) forma ya parte de la historia y, consecuentemente, se considera agua pasada. Pero no sería justo obviar lo que representó en los albores de la industria, especialmente entre finales de los años 70 y los primeros 80 del siglo XX. Dadas las limitaciones de máquinas como el Spectrum, la ambición de plasmar en un videojuego universos tan densos y complejos como el de las obras de Tolkien solo podía abordarse desde la perspectiva del conversacional. Programas como The Hobbit o el posterior Lord of the Rings son casi imposibles de imaginar en otro formato, al menos en lo referido al Spectrum y sus coetáneos.

Las tenebrosas ruinas de la ciudad de Dale tal como se ven en The Hobbit para Spectrum (1982).

Eso no implicaba que las aventuras conversaciones estuviesen libres de defectos, sino más bien al contrario. El principal es que resultaban aburridas para la mayoría de usuarios, dada su peculiar idiosincrasia. Y precisamente a resultas de esto último la mayoría estaban en inglés y por tanto sin traducir. Es un tema que ya desarrollé al escribir sobre Don Quijote (el conversacional de mayor éxito jamás realizado en España) y por tanto no voy a profundizar nuevamente en él. Pese a que The Hobbit había vendido un millón largo de copias en todas sus versiones, cifra colosal incluso para hoy día, se trataba de un caso aislado dentro de un género básicamente minoritario, que además debía enfrentarse al progreso: para 1983 / 84 y mismamente en el Spectrum, comenzaban a verse juegos cuya calidad y sofisticación hubieran sido inimaginables apenas un año antes.

El conversacional debía evolucionar, no tanto para mantener su base de usuarios (en general verdaderos entusiastas) como para ganar cuota de mercado, atrayendo nuevos adeptos entre el creciente número de propietarios de un ordenador doméstico, habitualmente chavales cuyo sentimiento de atracción hacia la palabra escrita equivalía al que podrían sentir hacia Carmen de Mairena. De este modo, pocos estaban dispuestos a enfangarse con un juego sin apenas gráficos (cuando no directamente sin ellos) en el que todo el manejo debía hacerse escribiendo frases en las que, por añadidura, el vocabulario útil se veía muy limitado por culpa de la escasez de memoria inherente a los microordenadores de la época.

Aquí es donde entra en juego (nunca mejor dicho) Mugsy, el programa que nos ocupa. Con él, la firma australiana Beam Software y su distribuidora Melbourne House buscaban aclarar las dudas de ese público que, no muy inclinado a jugar con aventuras de texto por su fealdad, tampoco se sentía especialmente atraído por juegos más convencionales aunque fuesen muy atractivos a la vista. Un público, en definitiva, menos sesudo que el acostumbrado a quemar horas enteras buscando la forma de resolver enigmas tecleando la frase correcta en el momento oportuno; pero al mismo tiempo menos infantil que el habitual de un matamarcianos al uso.

La idea era buena. Y la apuesta fuerte, pues tras ella se encontraba Phillip Mitchell, coautor del Hobbit y al que se consideró el hombre idóneo para llevar a cabo el «salto» requerido por los conversacionales para alcanzar otro nivel. La meta era crear una aventura con un entorno más «amistoso» que pivotase en torno al aspecto visual, pero sin desdeñar por ello la solidez argumental característica en una aventura de texto. Usando una expresión de moda hoy, se trataba de «buscar el centro» o la «equidistancia». Una forma de nadar y guardar la ropa, en resumen. Si en la vida real ya es un objetivo complicado que suele conducir al desastre, imaginen lo que puede ser trabajando en el limitado entorno de un Spectrum. Con todo, Mitchell se puso a la tarea con entusiasmo. Y si tenemos en cuenta para qué ordenador trabajaba, se puede afirmar que no estuvo lejos de alcanzar la meta.

Mitchell (segundo por la derecha), en una imagen de archivo.

El guión de Mugsy nos traslada a un momento indeterminado durante la Prohibición, y dicho esto ya pueden imaginar los derroteros del programa. En Mugsy somos jefes de una banda de gansters inicialmente insignificante, y nuestro objetivo consiste en hacerla crecer imponiéndonos de paso a las bandas rivales. Los métodos para lograrlo se resumen en tres palabras: contratación (de nuevos miembros), extorsión (entre otras cosas para cubrir la «nómina» de empleados) y soborno (a las fuerzas del orden, para que miren hacia otro lado). Como vemos, tres principios fundamentales perfectamente extrapolables a cualquier empresario español o emprendedor equivalente, en especial si desarrolla su actividad en el sector de la construcción. La idea es crecer año tras año y cuanto más mejor, espantando mientras tanto a nuestros envidiosos adversarios, que tanto dentro como fuera de la organización intentarán torpedearnos en plan Iznogud, para ser califa en lugar de califa. La conclusión de todo esto es que estamos ante una alegoría de la economía capitalista y sus bondades. Perfectamente representadas en un Spectrum.

Lo primero que llama la atención de Mugsy es su aspecto visual, espléndido para lo que era costumbre cuando el juego fue lanzado en 1984. Los gráficos, diseñados por Russell Comte, estaban claramente inspirados por el estilo de los comics y el cine noir de mediados de siglo XX, y bajo su influjo el juego quedaba configurado como una especie de novela gráfica interactiva, algo realmente novedoso incluso más allá del Spectrum.  Así era definido en las instrucciones, de forma algo pomposa pero no por ello desacertada. El potencial gráfico de la máquina se exprimía al máximo para lograr un entorno muy sugerente y atractivo, animándonos a jugar desde el mismo instante de finalizar la carga.

Y jugar con Mugsy es a priori muy sencillo: el desarrollo de la partida se articula en torno a una serie de pantallas – viñeta en las que nuestros esbirros van describiendo (en base a textos muy cortos envueltos en «bocadillos», como en los cómics) el estado de la organización y su evolución. Y nosotros, en virtud de lo que nos cuenten, hemos de tomar decisiones que determinarán cómo va transcurriendo la aventura a lo largo de los años. Así de fácil, pero más aún cuando resulta que las órdenes a transmitir se resumen en escribir cifras: cuántos nuevos hampones queremos contratar, cuánta pasta queremos destinar a sobornos y extorsion… De esta forma el uso del teclado se ve reducido al mínimo, simplificando mucho el control del juego.

Por si fuera poco, algunas de las «viñetas» están animadas y podremos observar coches circulando por las calles o a una banda de música tocando sobre el escenario de un club nocturno. En algún caso hasta tendremos que tomar el control directo sobre nuestro personaje, manejándolo como en un juego corriente. Por ejemplo para escapar de un intento de asesinato. Mugsy se convierte así en una experiencia «total», en el programa lúdico más completo que podamos imaginar. Es una aventura, pero sin la complejidad de un conversacional y con ramalazos propios de un simulador de gestión empresarial. Su esmerado entorno gráfico ayuda a reforzar el guión y a sumergirnos en la historia, a que nos sintamos parte de ella. Y por si fuera poco, hay secuencias de acción con tiros y todo.

Hasta aquí todo bien. Mejor dicho: perfecto. Con la descripción del párrafo anterior en la mano, Mugsy huele a obra maestra entre quienes no lo conozcan. Pero todo acaba ahí, en las meras suposiciones, que dicho sea de paso se diluyen tan rápidamente como las buenas intenciones de los programadores. Llegados a este punto, y antes de entrar en más detalles, cabe preguntarse en quien reside la culpa de que Mugsy sea un producto fallido. En mi caso lo tengo claro: el juego resulta demasiado ambicioso para las limitadas cualidades del Spectrum, que es algo así como un Seiscientos o un Citroën 2CV hecho ordenador. En manos hábiles puede hacer auténticas virguerías hasta el punto de hacernos creer que no hay nada a lo que no pueda enfrentarse, pero no por ello deja de ser lo que es y llega un punto en el que ni las manos más hábiles pueden ocultarlo. Y jugando con Mugsy te das cuenta de que un Spectrum es lo que es, ni más ni menos.

Como «novela gráfica interactiva» el juego se queda corto porque el número de «viñetas» y de situaciones ilustradas en ellas es muy limitado. En torno a una decena, si mis cuentas y mi memoria no fallan. El aspecto gráfico es muy bonito, si, pero a lo largo de una partida no veremos otra cosa que las mismas diez pantallas repetidas cíclicamente hasta la saciedad. Para colmo, como a cada pantalla le corresponde una descripción y una acción a tomar que son siempre las mismas (sólo varían las cifras introducidas a nuestra conveniencia), huelga decir nada acerca de la monotonía que nos invade al poco rato de estar jugando. Porque al final es siempre lo mismo, e incluso las secuencias animadas que vamos a llamar «de resultados» (porque ilustran las consecuencias de las decisiones que hayamos ido tomando) son sólo tres y siempre idénticas. No cambian los decorados, ni la representación o número de los personajes ni tampoco el sonido. Sí, el juego también tiene sonido, aunque su presencia es meramente testimonial.

Con todo, el peor defecto de Mugsy es el idioma. Sí, lo han leído bien, porque el juego no es una aventura gráfica en el sentido estricto del término como el posterior Shadowfire. Aquí hay textos y es cierto que por lo general son cortos, pero los hay. Que estén en inglés es lo de menos, si me apuran, porque el verdadero problema es la jerga en que están escritos. Puro slang mafioso que hace difícil su comprensión hasta para un inglés nativo, porque además se trata de jerga propia de los bajos fondos más profundos de América en tiempos de la Ley seca. Todavia recuerdo cuando probé el juego por vez primera, siendo un crío, y me dejé los ojos buscando en mi diccionario Collins el significado de expresiones como «da mob» sin saber que era la forma coloquial (muy coloquial) de referirse a «the gansters». Y así todo. ¿Quién coño me iba a decir a mí que la palabra «hood » era en realidad una abreviatura de neighborhood, referida además al número de esbirros que están bajo nuestras órdenes? Échenle un vistazo al vídeo adjunto y prepárense para alucinar en colores, porque es una fiesta continua empezando por el mismísimo título del programa, que también es una abreviatura para referirse simpáticamente a un gánster (algo así como «mugrientosillo»). Jugar con Mugsy intentando traducir los textos de carrerilla es como intentar seguir de oído la letra de cualquier canción trash metalgrindcore.

Así las cosas, no es de extrañar que el juego me durase cero coma hasta «aparcarlo» con mucho cariño en el fondo de una cajonera llena a rebosar de cintas. Afortunadamente se trataba de una copia, porque puedo garantizarles que de haber gastado dinero en algo así quizás ahora no estaría aquí: habria contemplado el suicidio como alternativa viable para liberar mi frustración. Aunque el juego se vendió fuera de territorios angloparlantes (entre ellos España, donde fue publicitado como la pera limonera para ver si algún incauto mordía el anzuelo), no sorprende que su impacto en mercados donde el inglés no es idioma oficial oscilase entre cero y nada.

De todos modos dudo que la idea de Phillip Mitchell y sus lacayos fuese conquistar las listas de ventas mundiales con Mugsy, sobre todo contando con que entonces lo de traducir videojuegos a otros idiomas no era una costumbre muy extendida que digamos. Su intención era más bien seguir el camino abierto por juegos como King´s Quest, que ese mismo año de 1984 demostró que era posible simplificar conversacionales como Zork sin que necesariamente pareciesen juguetes destinados a niños de ocho años. En resumen, que era posible hacer videojuegos para gente adulta lo bastante atractivos y fáciles de usar como para atraer a un público mayoritario. El único problema verdadero de Mugsy era el Spectrum, no el juego en sí. Con todo, y pese a su relativo fracaso (relativo porque lo que es venderse se vendió bien, hasta el punto de motivar la aparición de una secuela) abrió un camino que otros sí lograrían aprovechar de manera sorprendente. Incluso en una maquina tan limitada como el Spectrum.

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