Recientemente estuve leyendo Una dura carrera, libro autobiográfico escrito en 1990 por el periodista y exciclista profesional Paul Kimmage. Para mí no era una experiencia nueva porque ya lo había leído al poco tiempo de su publicación, gracias a un amigo que me lo prestó en su edición original, titulada Rough Race. Con mi inglés de aserradero de entonces, aún más tosco que el actual (que ya es decir), y sin poder recurrir al Google Translator para encontrar significado a palabras y expresiones que desconocía (el propio autor reconoce como «aspero» el lenguaje que usó para escribirlo), la experiencia de lectura no me resulto precisamente fácil, aunque sí bastante edificante. No en vano Rough Race está considerado como uno de los mejores libros de temática deportiva que jamás se han escrito, tanto que hasta los no aficionados al ciclismo lo encontrarán sumamente disfrutable. Al cabo de muchos años se editó por fin con una aceptable traducción en castellano, lo que sin duda hará mucho más cómoda la lectura para aquellos que no posean un nivel muy alto de inglés.
Nacido en Irlanda en 1962, Paul Kimmage fue uno de los ciclistas más prometedores de su país, cuyos campeonatos nacionales llegó a ganar en una ocasión antes de firmar la sexta plaza en el Mundial de aficionados disputado en Italia en 1985. Su padre, que también había sido un ciclista aficionado bastante decente, sentía tanta pasión por la bici que a uno de sus hijos lo llamó Raphael por el campeón francés Raphaël Géminiani, e inoculó en Paul esa misma pasión cuando a los diez años, le regaló su primera bicicleta de carreras.
Coetáneo de Stephen Roche y Sean Kelly, los dos mejores ciclistas irlandeses de siempre, en 1986 Kimmage alcanzó su sueño de convertirse en profesional, pero el sueño no tardó en hacerse añicos: le ocurrió como a esos estudiantes con buenas calificaciones en el instituto a los que se les atraganta el paso a la universidad. El salto resultó demasiado grande para él, y su reticencia a utilizar cualquier sustancia dopante no hizo sino agravar el problema. No obtuvo un solo triunfo profesional, y en 1989 llegó a su límite: había trabajado con bastante éxito como columnista «empotrado» para un popular diario irlandés, y cuando le ofrecieron un buen empleo como periodista a tiempo completo, decidió colgar la bici sin dudarlo. Estaba harto de amaños, de no ser competitivo y de perder en consecuencia. Desde entonces ha escrito varios libros más sobre temas como el rugby, y como periodista es famoso por incómodo e incisivo, siendo de los pocos que dudó de Lance Armstrong cuando todo el mundo lo defendía como ejemplo de superación y porque «nunca ha dado positivo en un control antidopaje».
Kimmage, el Tocapelotas.
Polémicas aparte, Una dura carrera refleja un ciclismo que ya no existe, visto desde la perspectiva de un corredor modesto con el atractivo que eso implica. Más en una época, los ochenta, en que el ciclismo se transformó en verdadero deporte de masas gracias a las retransmisiones televisivas. Su popularidad llegó a ser tal que hasta los resúmenes de etapa emitidos durante la disputa de la Vuelta a España marcaban picos de audiencia enormes. A tal punto se llegaba que en muchas localidades que acogían un final de etapa se decretaba día festivo en los colegios, para que los niños pudiesen admirar la llegada de la «serpiente multicolor».
Espoleados por el heroísmo emanado por los «esforzados de la ruta», los críos soñaban con emular las gestas épicas de sus ídolos de la forma que fuese. Incluyendo los videojuegos, ya que cada vez más chavales tenían un ordenador en casa. Plasmar un deporte como el ciclismo en ruta en ordenadores como el Spectrum no era, sin embargo, cosa fácil dadas sus limitaciones. Sin embargo hubo quien se atrevió a intentarlo en especial a partir de 1985, cuando quedó claro que quienes se dedicaban a programar videojuegos profesionalmente empezaban a dominar los entresijos del Spectrum cada vez con más habilidad. Era el momento que estábamos esperando para ver, al fin, un juego exclusivamente de ciclismo para Spectrum.
Supertest, ciclismo como parte de un todo. El paso siguiente era que fuese «el todo».
Lo que pocos podrían haber imaginado era que un juego así llegaría de mano de una empresa como Mastertronic. Especializada en productos budget o de bajo presupuesto (y bajo coste de adquisición), la suya es una de las historias más fascinantes del mundo de los videojuegos, habiendo sido retratada en publicaciones de toda clase. Hoy Mastertronic es vista con cariño y evoca nostalgia, pero durante los años ochenta no disfrutaba precisamente de muy buena fama. No por nada especialmente malo desde el punto de vista de la ética empresarial, sino por lo que ustedes ya se habrán imaginado pensando en palabras asociadas con el anglicismo «budget» o su traducción libre al castellano. Mirar el catálogo de productos de la compañía era comparable a entrar en un videoclub y observar esos estantes llenos de carátulas y títulos sugerentes que en realidad escondían auténtica serie Z. No hablamos de serie B, no. Z, así directamente.
«Seguro que mola un millón».
Pero lo cortés no quita lo valiente, porque en un entorno de software muy caro (más que ahora en comparación), firmas como Mastertronic prestaron un gran servicio al naciente mercado europeo de los videojuegos. Permitieron acceder a una abundante cantidad de programas que, en no pocos casos, resultaron tener una calidad bastante aceptable si tenemos en cuenta su rango de precios, contribuyendo así a combatir el mal endémico de la piratería. Y tanto o más importante, si me apuran: permitieron a muchos programadores abrirse paso en un entorno que era progresivamente más competitivo y por tanto cada vez más complicado para ellos, dándoles la oportunidad de aprender y foguearse allí donde otras empresas les abrían dado con la puerta en las narices. Fue el caso de los legendarios gemelos Oliver o el de los también hermanos David y Richard Darling, más tarde fundadores de Codemasters.
En un entorno como este, inclinado a la producción de software sin complicaciones y de fácil amortización, sorprende la presencia de un juego tan complejo en apariencia como Milk Race. Decimos complejo por la dificultad intrínseca de reflejar un deporte como el ciclismo en carretera en máquinas con prestaciones ridículas no ya para el nivel actual sino, inclusive, para el de su época. Más todavía cuando lo que el producto resultante trata de reproducir una auténtica prueba ciclista.
Porque esto sorprenderá a quienes no hayan acudido aún a consultar una ficha del juego en Internet, pero Milk Race se basa en una competición real que llevaba ese nombre, en apariencia ridículo, porque su principal patrocinador era el Milk Marketing Board, un organismo estatal encargado entre otras cosas de garantizar precios justos a los productores británicos de lácteos y promocionar su consumo entre la población.
Considerada durante muchos años como un Tour de Gran Bretaña oficioso, la Milk Race empezó a disputarse en 1958 como una prueba de dos semanas para aficionados y distancias medias de entre 100 y 150 kilómetros por etapa, siendo considerada como una de las más duras de la categoría por su recorrido «rompepiernas» combinado con el apestoso clima inglés. Ganarla otorgaba prestigio, pero en ocasiones no hacía falta ni eso: el mismo Paul Kimmage regresó a su país convertido en una firme promesa tras haber liderado la carrera durante unas jornadas en la edición de 1983. Era el segundo irlandés que lo lograba, y sus compatriotas lo vivieron como una gesta.
Milk Race 1992: carretera ideal para pasárselo en grande sufriendo a lomos de una bicicleta (foto: Phil O´Connor).
Con buen criterio, Mastertronic hizo coincidir la publicación de Milk Race con la disputa de la edición de 1987, cuyo recorrido reproducía desde la salida en Newcastle hasta la llegada final en Londres tras trece etapas y 1.800 km. Esto y el enfoque de la publicidad encuadraban el juego en la categoría de los simuladores, pero nada más lejos de la realidad: Milk Race era más simulador que Perico Delgado Mallot Amarillo (no digamos ya comparado con Tour de Force, citando dos ejemplos de juegos de ciclismo para Spectrum), pero estaba más próximo a algo como Hang On, salvando las distancias, que a un simulador propiamente dicho. Cosa lógica, por lo demás, ante la evidencia de que un arcade se adaptaba bastante mejor al tipo de público que estos juegos buscaban seducir, poco dado a liarse en trasuntos de cualquier clase que, como un simulador de vuelo, requerían largos periodos de aprendizaje acompañados de la lectura de un manual de instrucciones tan farragoso como grueso.
Vamos que, en resumidas cuentas, al desarrollar un juego como Milk Race sus autores debían pensar muy bien las cosas para no pecar por exceso de ambición, más todavía si pretendían que todo el programa cupiese en apenas 48 Kb, o sea sin plantearse dividirlo en varias cargas. Recordemos que Perico Delgado lo estaba en cuatro, y eso que su planteamiento era bastante más simple a la hora de la verdad. Milk Race reflejaba una carrera de trece etapas y no cuatro, sin desdeñar un (leve) toque estratégico del que otros juegos carecían.
Otra foto de O´Connor, esta de la Milk Race ´87 reproducida en el juego que nos ocupa. Toda la esencia de los ochenta británicos en una sola imagen.
Teniendo eso en cuenta, el juego no quedó mal y así lo juzgaron algunas las revistas en su momento, si bien las críticas fueron dispares incluso en su país de origen, donde la nómina de grandes figuras escasea pero nunca ha faltado una sólida base de aficionados a la bicicleta, muchos de los cuales eran propietarios de un ordenador ansiosos por poder disfrutar de su deporte favorito sin calarse los huesos día sí día también. En cierta manera, la impresión era la de un producto aceptable, pero que podría haber dado más de sí pese a su condición de juego barato. A propósito, es muy ilustrativo acceder al ejemplar de la revista Microhobby donde aparecía la reseña del juego junto a la de otros tres «Mastertronics». Cuatro novedades de la misma empresa comentadas en dos páginas, suficiente para hacerse una idea tanto de su industriosa producción (a la manera de una auténtica factoría) como de su dispar calidad.
En Milk Race el objetivo estaba meridianamente claro: ganar la carrera. Empezando en el puesto 54, en cada etapa había que escalar posiciones desde la cola del pelotón hasta la cabeza, esquivando tanto a los rivales como a los coches de la organización y midiendo cuidadosamente nuestras fuerzas, recuperables mediante el avituallamiento de botellas de leche diseminadas a lo largo de la ruta. Un guiño simpático hacia el patrocinador de la prueba en la vida real, que lo mismo contribuyó a rebajar el montante de los derechos que Mastertronic tuviese que abonar a los organizadores.
Tal como adelantaba unos párrafos más arriba, y contra lo podría pensarse a priori, en el juego prima la sencillez sobre cualquier otra premisa. ¿Observan la imagen superior, la del mapa que señala en recorrido? Pues eso, amigos, es el menú principal. Ni una sola indicación sobre opciones de control disponibles ni nada más, absolutamente nada. Para averiguar algo sin usar el conocido método de «prueba y error» hay que recurrir a las instrucciones, que por lo demás son tan escuetas que se puede prescindir de ellas perfectamente para jugar.
Porque el control de nuestro ciclista es igualmente sencillo: con las cinco teclas de rigor (arriba, abajo, izquierda, derecha y fuego) se maneja todo, incluyendo el cambio de marchas con 12 velocidades. Como entre los indicadores de la pantalla figura un velocímetro (graduado en millas, of course), es fácil reconocer cuáles son las más cortas y cuales las ideales para llanear o incluso esprintar si se tercia. No es que existan sprints como en una carrera auténtica, pero sí puede darse el caso de que necesitemos «apretar los dientes» buscando una botella de leche o mejorar nuestra posición antes del final de una etapa e iniciar otra sin apenas parar. Porque no hay transición entre etapas, ni siquiera entre aquellas que, según el mapa, requieren traslado: cruzas la meta (un tipo enarbolando una banderita), el juego se detiene por unos segundos, y a seguir dando pedales.
Hablar de «prueba en línea» es aquí de lo más adecuado, porque eso será lo que veremos todo el rato: una línea de carretera sin curvas y sin apenas desniveles, con algo de público diseminado en primer plano y un fondo compuesto por edificaciones que son siempre las mismas, da igual si la carrera discurre por la campiña de Yorkshire o el centro de Londres. La única forma de saber el desnivel real de un tramo de carretera es fijarse en un indicador situado en la esquina superior derecha de la pantalla. Los tramos contrarreloj, que los hay (empezando por la etapa prólogo), están simulados de forma asaz curiosa: no se trata de marcar el tiempo más bajo hasta la meta rodando solos con una «cabra», sino de llegar antes de que se agote el tiempo, sin dejar de esquivar rivales ni coches. Pero como no aparece nada que nos indique estar en un tramo así, las primeras veces resulta fácil despistarse hasta que la partida termina súbitamente, mientras nos preguntamos qué coño ha podido ocurrir porque ni nos hemos salido de la carretera, no hemos chocado con nadie, ni nuestras energías se han agotado.
En Milk Race ocurre como en la película Apolo 13, cuando un técnico de la NASA dice aquello de «la energía lo es todo». Pues aquí lo mismo, porque si nuestra energía se agota, adiós a la carrera. Aquí es donde entra en juego (nunca mejor dicho) ese leve toque de estrategia al que aludíamos más arriba, pues a base de controlar los diversos parámetros en liza (los cambios, el desnivel de la carretera, los choques y salidas de pista, muy fáciles de sufrir tratando de alcanzar botellas de leche…) hay que procurar que nuestra barra de energía se mantenga lo más alta posible mientras luchamos por alcanzar la meta de turno en una posición ventajosa. Por fortuna el kilometraje de las etapas no está reflejado con fidelidad y resultan mucho más cortas que en el mundo real, tanto que el juego puede completarse en menos de veinte minutos con un poco de suerte y habilidad. Es algo totalmente comprensible (imagínense qué aburrimiento si no), y además hace que el juego resulte bastante entretenido dentro de sus limitaciones.
Desde un punto de vista global Milk Race distaba mucho de ser una realización impecable, pero el caso es que molaba. Para empezar porque cuando salió era único en su clase y, a fin de cuentas, era un buen juego después de todo. Su enfoque era idóneo para el tipo de programa que pretendía ser, para el tipo de público que buscaba enganchar y para el tipo de máquinas sobre las que iba a funcionar. Además llegó en un momento muy propicio, porque en 1987 el ciclismo en ruta vivía uno de los momentos más álgidos de su historia gracias a la televisión y a la presencia en el pelotón profesional de corredores muy carismáticos. También en España, donde la edición de la Vuelta de ese año disfrutó un gran seguimiento en vísperas de que la gran estrella del ciclismo español Pedro Delgado, cuarto clasificado en la prueba, se quedase a cuarenta segundos de ganar el Tour de Francia que perdió frente a Stephen Roche. En tales circunstancias, y siendo aficionado al ciclismo, era fantástico poder disfrutar de un juego como Milk Race en el que, echándole un poco de imaginación, hasta podías verte corriendo un Tour para tratar de revertir la historia.
httpv://youtu.be/dRVIXULQoJI
Luego estaba el precio, que sin duda era un buen argumento de compra especialmente en su Reino Unido natal, donde se vendía a tres libras frente a las aproximadamente diez de un lanzamiento «pata negra». Tras todo lo expuesto no sorprende que Mastertronic lograse vender 175.000 ejemplares de todas las versiones del programa, que fue lanzado para los ordenadores más populares en la época. Cabe preguntarse cuántos de ellos en España, donde poco antes había acontecido la famosa rebaja en los precios de los videojuegos y su impacto en ventas debió ser, a la fuerza, mucho menor; no en vano, aunque se vendía por 500 pesetas (tres euros en moneda actual), a cambio de sumar 375 más se accedía a todas las novedades de primer orden. Y conviene recordar que aquella primera – verano del 87 fue sencillamente fabulosa: la posibilidad de comprar una cinta de Head over Heels, Arkanoid o Ranarama por poco más de lo que costaba una de Milk Race era demasiado jugosa para dejarla escapar. Por mucho que el juego fuese digno en vez de una mierda y hasta molase, simplemente no podía competir en igualdad de condiciones.
A mi siempre me gustó este juego y la verdad, nunca lo he considerado como una «mierda que me molaba». Sin ser un fuera de serie, pienso que sus creadores hicieron una proeza pudiendo meter este juego en los 48k.
Todo eso se explica en el penúltimo párrafo del artículo. Aun no siendo tan mal juego como para ser considerado directamente una mierda, tampoco es que fuese un juego brillante. Sus carencias están ahí, son manifiestas y no se explican únicamente porque el Spectrum fuese un ordenador muy limitado.
En cuanto a sus autores, si bien cabe pensar que hicieron cuanto pudieron teniendo en cuenta con qué trabajaban (y que probablemente anduviesen muy justos con los plazos de entrega), viendo su historial tampoco es que cupiese esperar mucho más de ellos.