Finalizar un videojuego ya no es lo que era. Esta afirmación no tiene nada de nostálgica, en plan «cualquier tiempo pasado fue mejor», ni desde luego persigue entablar un dewater sobre lo fáciles que son los juegos de ahora en comparación a los de antaño. Aparte de manido y cansino, discutir sobre ello no conduce a ninguna parte porque hablamos de un mundo, el de los videojuegos, (o negocio; o como quieran ustedes llamarlo) que está vivo y como tal evoluciona bajo la influencia de una serie de progresos y modas cambiantes. El Spectrum tiene ya la friolera de treinta y cinco años, siete lustros que han transfigurado radicalmente no solo los videojuegos sino también a quienes los usan, merced a los condicionantes anteriormente citados.
Demostrando la evolución empíricamente.
Gracias a la enorme (y creciente) potencia de los equipos actuales de ordenadores y consolas, los usuarios de videojuegos prefieren vivir la experiencia de sumergirse en mundos virtuales cada vez más realistas, algo que se hace palpable sobre todo en los llamados «juegos de entorno libre» o sandbox. Dudo que alguien enganchado a su Play con el GTA V persiga ver el final como objetivo prioritario, del mismo modo que Skyrim está diseñado para que una partida dure meses sin que el jugador eche de menos presenciar lo que ocurre cuando finaliza la Guerra Civil.
De hecho, en estos dos juegos es perfectamente posible seguir jugando la partida una vez visto el presunto final, continuando así con nuestra segunda vida virtual en pos de otros objetivos que suponen un reto mayor aún que acabar la historia principal. Incluso en juegos teóricamente más simples y lineales como Dirt 3 se da esta característica: el final de la campaña individual se resume en una voz en off que nos da la enhorabuena y nos invita a probar los escenarios abiertos incluidos en el programa y descubrir sus secretos. En resumen, nos invita a seguir inmersos en un mundo virtual en el que nuestra «vida» (en este caso como piloto de rallies) no tiene por qué acabarse en un punto concreto ni en un periodo de tiempo corto. A nadie le importa que el presunto final del juego resulte tan simple, porque lo que importa de verdad son otras cosas.
Hasta mis gatos disfrutan una «vida paralela» en Skyrim.
En tiempos de los ocho bits todo era un poco diferente. Las características de una máquina como el Spectrum imposibilitaban recrear en sus tripas el entorno de una ciudad llena de vida (¿o tal vez no?). Con 16, 48 o incluso 128 Kb no cabía la idea de hacer juegos extensos ni inmersivos al nivel que estamos acostumbrados hoy, y la única forma de alargar su duración consistía en el uso de artificios como aumentar sobremanera la dificultad, porque no era plan de cobrar al usuario por un juego que fuese a terminar a la semana de haberlo adquirido. En tales circunstancias, y considerando que una partida duraba a lo sumo un par de horas, lo que entonces algunos denominábamos «llegarse al final» de un juego constituía un objetivo en sí mismo, y además un motivo de orgullo.
Porque ya he comentado que, salvo excepciones, los juegos exigían de toda nuestra habilidad, nuestra concentración y nuestros reflejos. Al máximo desde el principio, sin apenas respiro. «Disfrutar» con un juego era muchas veces un ejercicio de pura resistencia (mayormente psicológica aunque no pocas veces también física), plagada de frustraciones y sinsabores. Llegarse al final de un juego adquiría tintes comparables a los de una gesta épica, por lo que no es de extrañar que, cuando se alcanzaba, el jugador de turno esperase una conclusión a la altura.
De este modo, el final de los videojuegos llegó a adquirir tanta importancia que en no pocas ocasiones formaba parte de su valoración: un juego podía ganar o perder puntos según cómo concluyese y así, en revistas como Micromanía se animaba a jugar con Herbert´s Dummy Run porque al acabarlo podríamos disfrutar «una escena muy bonita, que merece la pena ver». Igualmente, a la hora de comentar juegos como Tir Na Nog o Heavy On the Magick se reseñaba lo decepcionante de su conclusión sobre todo después de pasar tantas penalidades para acabarlos. «No esperéis ver un bonito final», decían. Una frase como esta podía bastar (y de hecho bastaba) para que algún posible usuario de estos programas huyese de ellos como de la tiña. Daba igual lo divertidos que pudiesen resultar. Era como soltarle un yunque al juego desde un sexto piso.
Claro que la «táctica yunque» no siempre funcionaba.
Por esto cabe alabar el esfuerzo de aquellos programadores empeñados en ofrecer, cuando podian, buenos finales en sus juegos. A veces eran las propias casas de software las que utilizaban el final de uno de sus productos como acicate para venderlos y jugar con ellos hasta la extenuación, como fue el caso de Dinamic y su célebre concurso con premio en metálico para el primer tarado capaz de acabar Profanation sin trucos. Que esa es otra: la obsesión por acabar un juego y ver el final llevaba a muchos a usar trucos para verlo directamente sin jugar, evitando un más que probable calvario. Muchas veces eran las propias revistas las que facilitaban la tarea, poniendo a disposición de sus lectores trucos para lograrlo.
A veces, entre trucar un programa e intentar acabarlo sin trucos era preferible lo segundo…
No obstante, eran numerosos los juegos que directamente prescindían de un final. Lo normal en arcades, en especial si estaban inspirados en máquinas recreativas: acabada la última fase, vuelta a empezar desde cero y punto pelota. En otras ocasiones los programadores lo fiaban todo a la calidad de sus juegos y su capacidad para ofrecer buenos ratos de diversión, que evitasen al usuario echar de menos un final digno. En este sentido los programas de Ultimate Play The Game se llevaban la palma: siendo tan divertidos, tan mágicos, tan buenos en definitiva, poco importaban sus espartanas conclusiones (cuando las tenían), siendo aquel otro motivo por el cual se hicieron famosos del mismo modo que lo eran por todo lo demás, ya que por añadidura solían desvelar los próximos lanzamientos de la compañía para ponernos los dientes largos. La nota excepcional la pone Night Shade, cuyo final solo puede calificarse de espectacular si tenemos en cuenta la línea habitual de la casa.
Un final que por cierto NO EXISTE en la versión para Commodore 64.
Tal como afirmaba al principio de este artículo, acabar un videojuego ya no es lo que era, y eso no implica que se trate de algo necesariamente malo. Cualquier tiempo pasado fue… anterior, y sucede que ya no estamos en los ochenta. Por fortuna. Los años han transcurrido con rapidez. Todo ha cambiado, y ahora los videojuegos se disfrutan en vez de sufrirse, al menos casi siempre. Tanto que quienes los juegan no piensan de buenas a primeras en llegarse al final.