He pasado las últimas semanas leyendo Moteros tranquilos, toros salvajes, un apasionante libro de Peter Biskind sobre el Nuevo Hollywood, movimiento surgido a finales de los sesenta con el impulso de la revolución contracultural que estaba sacudiendo los cimientos de Estados Unidos. Encabezado por una estirpe de jóvenes directores fuertemente influenciados por el neorrealismo italiano y la Nouvelle Vague, el Nuevo Hollywood tomó al asalto los grandes estudios propugnando el valor del trabajo creativo de los autores sobre las meras cifras de negocio. Como dijo Mardin Martik al propio Biskind, en aquella época los lunes no se aprovechaban para dirimir quién la tenía más larga (en referencia a la cola del cine) sino para ver quién había logrado la mejor película, la película de la que todo el mundo hablaba. Nunca antes los directores de cine habían acumulado tanto poder.
«Soy Peter Bogdanovich y usted no lo es, mindundi».
Convertidos en directores / productores, tuvieron el control absoluto de sus películas mientras los estudios se limitaban a poco más que a pagar facturas. Lo que había empezado como por casualidad en 1967 con Bonnie and Clyde desembocó, durante la década siguiente, en un periodo glorioso para el cine norteamericano con filmes como Easy Rider, los primeros Padrinos, Chinatown o Taxi Driver, que figuran entre los últimos clásicos surgidos de la Meca del cine. Todo acabaría abruptamente tras el estreno de La puerta del cielo en 1980. Después del éxito de su última cinta, El cazador, Michael Cimino obtuvo un cheque en blanco de la United Artist para hacer prácticamente lo que le viniera en gana, pero nadie reparó en que el carácter perfeccionista, egocéntrico y megalómano del director neoyorkino se desbocaría fácilmente sin unas riendas encargadas de controlarlo. Al final, una película presupuestada en poco más de once millones de dólares acabó costando más de cuarenta y recaudando en total… tres millones. En resumen, un apocalipsis que se llevó por delante al estudio que lo había financiado y por extensión al Nuevo Hollywood. Los abogados y las grandes corporaciones de Wall Street se hicieron con todo y el cine, afectado por la vacuidad y la visión circense de la cultura propias de la era Reagan, no volvió a ser el mismo.
«Efectivamente yo no soy Dios: a mi lao Él es un mierdecilla».
El Spectrum tuvo su particular Puerta del cielo en Shadow of the Unicorn, cuyos paralelismos con la desventurada historia del filme resultan sorprendentes. Como en el caso de la película, SotU fue producto de la borrachera de éxito de unos tipos que creyeron que cualquier cosa, por extravagante que fuese, se podía vender igual que churros. Como en el caso de la película, el desarrollo del proyecto se vio retrasado por una gestación problemática y turbulenta. Como en el caso de la película, el presupuesto se desmadró. Como en el caso de la película, el resultado final no se asemejaba al que sus autores habían imaginado ni compensó los excesos de la producción, acabando en un estrepitoso fracaso. Como en el caso de la película, rodaron cabezas en la compañía que había auspiciado el proyecto, que nunca se recuperó completamente del golpe. Como en el caso de la película, el transcurrir de los años le ha permitido ganar respeto entre un creciente número de fans, defensores de un producto que tal vez mereció mejor suerte en su día pese a sus defectos. La única diferencia estriba en que SotU no destruyó ningún movimiento artístico: el negocio de los videojuegos aún era demasiado pequeño para mover las ingentes cantidades de dinero que mueve hoy, y el descomunal fiasco del unicornio no impidió que los programadores continuasen dando rienda suelta a su creatividad con productos que bajo ningún concepto tendrían cabida en el mercado actual.
Incluso una partidita completa con el juego se parece, por su duración, a una epopeya hollywoodiense.
Jugar con Shadow of the Unicorn deja un extraño poso de semejanza con la peli de Cimino aunque en principio poco o nada tengan que ver. Sin embargo el “parecido razonable” entre ambos se hace evidente casi desde el primer momento, y ambos transmiten la misma extraña sensación de producto inacabado y frío pese a su aparente grandiosidad. Haciendo honor al sabio refrán español que dice que quien mucho abarca poco aprieta, de SotU podría decirse que es demasiado grande para ser realmente grande. Del mismo modo que a Cimino se le fue la mano en su propósito de crear el western crepuscular definitivo, Mikro Gen falló en su intento de crear la mayor videoaventura épica de todos los tiempos. Como dijo Steven Spielberg refiriéndose al despropósito de 1941, tener demasiados medios a tu alcance puede hacerte perder el sentido de la realidad.