Para los aficionados europeos a la informática clásica, nombrar a Ocean Software es referirse al portaestandarte de la que fue la mejor época vivida por la industria de los videojuegos en el Viejo Continente. A la única empresa que tuvo capacidad real para tratar de tú a tú a los gigantes norteamericanos y japoneses que históricamente han dominado el sector. Durante los años ochenta y noventa, la capital europea del videojuego estuvo en Manchester.
El británico David Ward había conocido los videojuegos al final de la década de los setenta, cuando vivía en Estados Unidos y le colocaron máquinas recreativas en el club nocturno que regentaba en el área de Los Ángeles.
De vuelta a su país natal, enseguida cayó en la cuenta sobre las posibilidades de un territorio virgen de videojuegos como era la Inglaterra de aquella época y junto a Jon Woods, un amigo de la adolescencia con el que en otro tiempo había llevado una boutique de ropa barata, montó una empresa para distribuir juegos de ordenador desarrollados por otras firmas y por voluntariosos programadores freelance que aprendían el oficio gracias a micros como el Spectrum y estaban dispuestos a vender su trabajo. Ward era un hombre joven que ya por entonces mostraba una reluciente calva, pero lo que es seguro es que el pelo no se le cayó por pensar un nombre para el negocio, al que simplemente denominó Spectrum Software, aunque poco después adoptaría su nombre definitivo.
Esta imagen de David Ward y Jon Woods inspiró a George Miller para crear al Maestro Golpeador de Mad Max III.
Los comienzos fueron, no obstante, muy dubitativos. En 1983 Ocean era un negocio minúsculo que por no tener no tenía ni imagen de marca (un logo, para entendernos). Fue entonces cuando Ward y Woods contactaron con un personaje esencial en la historia de la compañía, Bob Wakelin, que a la carrera y sin poner mucho empeño diseñó el logotipo con el que Ocean sería reconocida para siempre. Tampoco sus primeros lanzamientos fueron especialmente destacables, pero la experiencia de Ward en Estados Unidos le ayudó a discernir dónde se hallaba la senda del éxito: en una buena publicidad.
Por ello Ocean se centró en un plan de expansión muy ambicioso adquiriendo la quebrada Imagine Software, que había sido la mayor empresa de videojuegos del continente, toda clase de licencias de máquinas recreativas, películas, series de TV y hasta los derechos de imagen de deportistas famosos como Daley Thompson, aparte de aumentar las colaboraciones con terceros y crear su propia plantilla de desarrolladores. Ocean se convirtió así en una fábrica de churros que mezclaba lo bueno y lo malo con lo peor, y las malas lenguas acusaban a David Ward de dirigir su empresa a la manera del puticlub que había regentado en Los Ángeles, amén de tratar a sus empleados como a putas.
Pero en menos de tres años se había convertido en el jefe de una multinacional que inundaba los escaparates de las tiendas con su numerosísima producción e incluso la distribuía en Estados Unidos, con la vista puesta en las videoconsolas japonesas y los nuevos ordenadores de 16 bits que ya se empezaban a ver masivamente por allí y comenzaban a desembarcar al otro lado del charco. Ocean acabó siendo una de las pocas empresas de software europeas que sobrevivió a la debacle de los ocho bits y en 1998 pasó a integrarse en la estructura de la antigua Infrogames, algo así como su equivalente en versión gabacha. Los cien millones de dólares en que fue tasado el acuerdo permitieron a Ward y Woods jubilarse con el riñón bien cubierto.
David Ward: «Así me abrí paso en la industria de los videojuegos, repartiendo hostias con una sonrisa en los labios».
Hoy Ocean vuelve a ser noticia por el lanzamiento de Ocean: The History, un proyecto largamente anunciado que su autor, Chris Wilkins, finalmente logró hacer realidad tras conseguir el dinero necesario poniendo en marcha un kickstarter de esos que tan de moda están ahora. El libro se puede comprar mismamente desde la web de Retro Fusion, un magazine editado por el propio Wilkins. La verdad es que sus 260 páginas no pintan nada mal, pero cabe preguntarse si vale la pena gastarse más de ¡40 euros! en un libro como este, centrado en una empresa grande con poco que ver respecto a sus coetáneas europeas, cuya historia ya ha sido bien documentada a lo largo del tiempo por otras publicaciones. Y más cuando abundan ejemplos de que cosas como esta se pueden hacer igual de bien y más barato, incluso gratis. Que alguien sea nostálgico no implica necesariamente que le hagan un butrón en la cartera cada vez que quiera revivir otra época.