En el capítulo anterior dejamos a Hewson (al hombre y a su empresa) en visos de encumbrarse gracias a un programador: Steve Turner. Y a un juego: Avalon. El éxito de ambos en el Spectrum permitió a Hewson abrirse un hueco entre las mejores casas de software británicas, pero el honor de consolidarlo corresponde a un amigo de Turner, Andrew Braybrook y a dos juegos que desarrolló no para el Spectrum, sino para el Commodore 64. Steve Turner y Andrew Hewson apostaron por él pese a su no muy dilatada experiencia, y pocos pocos imaginaron lo bien que les saldría.
Puede que ni el propio Andrew Braybrook lo imaginase. El caso es que Hewson le convenció para publicar un diario sobre el desarrollo de Paradroid en la revista Zapp 64, lo que resultó una jugada maestra desde el punto de vista publicitario. El juego se convirtió en un clásico instantáneo, pero ni por asomo llegó a las cotas alcanzadas por el siguiente juego de Braybrook: Uridium. La expectación que generó fue de tal magnitud que Hewson tiene grabado a fuego el 28 de febrero de 1986, fecha de publicación del juego. La demanda de los usuarios era tan grande que ese día lo pasó, junto a buena parte del anterior, ayudando a empaquetar cintas de casete y colocándolas en palés, que a continuación serían cargados en camiones y distribuidos por todo el Reino Unido. Cuando volvió a casa tras permanecer treinta horas sin dormir, aún seguía sin poder pegar ojo de los nervios. Afirma que esa fue la primera vez que se dio cuenta de la creciente competitividad del negocio de los videojuegos, cada vez más agobiante para una empresa pequeña como la suya.
Con todo, Hewson Consultants logró sobrevivir como marca hasta los años 90. Uridium asentó definitivamente las bases de una firma cimentada sobre un enorme prestigio gracias a la intachable calidad de sus juegos, con el Commodore 64 como piedra angular porque el mercado alemán representaba el 25% de la facturación. Tras un periodo de incertidumbre por la creciente necesidad de crédito para financiar nuevos proyectos sería precisamente allí, en Alemania, donde Hewson recibiría un golpe que sería definitivo: la distribuidora de sus productos en el país se fue al traste, lo que le acabó dejando un enorme agujero en las cuentas. Antes de verse enterrado bajo una montaña de deudas, Hewson decidió enterrar su compañía él mismo.
Aquella decisión tomada casi de un día para otro, lejos de suponer un punto y final supuso el revulsivo que Hewson necesitaba para seguir en la brecha. Un inversor se ofreció a enjugar las deudas y volver a poner e pie la compañía, algo que Hewson aprovechó para cambiarle el nombre por otro más molón de cara a la nueva era que se avecinaba. Había nacido 21st Century Entertaiment. Poco después, en una feria de videojuegos, conoció a cinco chavales suecos que se habían distinguido en el mundo de la demoscene y buscaban dar el salto hacia metas más altas y profesionales con un simulador de pinball para Amiga. Atisbando que aquello podía ser la bomba, les fichó. Pinball Dreams y sus sucesores fueron la piedra de toque sobre la que Hewson se mantuvo en el negocio de los videojuegos hasta 1997, logrando además los mayores éxitos de su carrera con unas ventas que no podía ni soñar en otros tiempos. Pero llegó un momento en que hacer juegos, ya fuesen para ordenador o consolas, se había convertido en una tarea «demasiado profesional» y cada vez menos divertida y creativa para él, por lo que decidió retirarse para invertir en start-ups de Internet y dar charlas sobre motivación empresarial.
Que levante la mano aquel que NO haya pasado infinitas horas jugando con esto.
Llegado el momento de juzgar al fin este libro, Si tuviese que hacerlo con un adjetivo indudablemente sería este: sensacional. Probablemente sea uno de los mejores que he leído nunca en su género, o al menos eso es lo que a mí me ha parecido. A Hewson se le notan las tablas, además de que el que tuvo retuvo, y escribe estupendamente. Eso sí, en puritito inglés, como ya se habrán imaginado a estas alturas. Y como utiliza un lenguaje próximo al lector, sin escatimar en expresiones coloquiales, hay que recalcar que no estamos ante un libro accesible para quienes no disfruten de un muy buen nivel de idioma, so pena que no les importe tener echar mano continuamente del diccionario (o el traductor de Google) para enterarse de algo.
Otro detalle que conviene recalcar es que el libro no incluye imágenes de ningún tipo, lo que le otorga un aspecto ciertamente espartano. Acostumbrados a ver libros de esta clase llenos de imágenes, exhibiendo una maquetación que en ocasiones bordea el barroco y hasta el kitsch, llama la atención que aquí todo sean letras. Hewson afirma que no quería «distraer» al lector ocupando páginas con material que puede encontrarse fácilmente en la Red. Lo que quería era contar cosas, y en ese sentido su decisión está plenamente justificada porque, en efecto, no solo cuenta muchas cosas sino que además resultan muy interesantes. Describe con pelos y señales cómo funcionaba el sector británico de los videojuegos en los años ochenta, lo que era entonces llevar una empresa del ramo, y el giro radical que dio todo al llegar la década posterior, la de los noventa, donde la presión creciente de un mercado impulsado por japoneses y americanos impuso cambios dramáticos a una industria que, en la mayoría de casos, no supo adaptarse. O no pudo, que también, habida cuenta de que las inversiones necesarias para hacerlo viable eran un gran lastre para negocios sustentados, en buena medida, por mocosos que programaban en su habitación después del instituto.
Hewson transmite en sus opiniones un aire solemne, típico de las personas que, como él, ya lo han visto casi todo. Pero no es un «cuñado», ojo, porque para empezar sabe de lo que habla. No parece un hombre que se caracterice por tener un gran sentido del humor, aunque de vez en cuando se permita ciertos dispendios en ese sentido. Con sus más de doscientas páginas, el libro le deja espacio para explayarse tanto a él como a sus colaboradores más íntimos, que con sus opiniones (incluidas en forma de insertos) dan mayor lustre aún al relato.
Hewson hasta se permite opinar sobre la situación de su país, que a mediados de los setenta era calamitosa y permitió, en última instancia, la llegada al poder de esa hedionda salvapatrias que fue Margaret Thatcher. Aún siendo un hombre de talante conservador, que a finales de los ochenta ayudaría a crear un sistema para calificar los videojuegos por edades, Hewson no duda en burlarse de ella citando irónicamente uno de sus lemas de campaña (donde tenía la poca vergüenza de compararse con San Francisco de Asís), y definirla como una persona en «guerra permanente» a lo largo de sus once años de nefasto mandato. Guerra contra los argentinos en las Malvinas, contra los mineros, contra las clases medias y trabajadoras y finalmente contra todo hijo de vecino por el espinoso asunto del Poll Tax, que le costó el puesto en 1990.
Infraser. Nótese el surayado.
Detalles como estos, lejos de señalar a Hewson como un viejo al que se le va la pinza, son los que acaban redondeando el producto. Un defecto típico en esta clase de libros es que muestran una historia descontextualizada, por lo que muchas veces se ven reducidos a simples compendios de nostalgia gratuita en plan «los ochenta molaban un millón porque sí, porque éramos jóvenes y todo era más fácil, menos competitivo y más bonito».
Pues no, miren. El propio autor lo deja claro: si bien el suyo es un relato no exento de nostalgia por razones obvias (está rememorando un pasado del que guarda muy buenos recuerdos), al final lo único cierto es que cualquier tiempo pasado fue… anterior. Y no necesariamente feliz. Aun siendo un ferviente defensor de la economía de mercado y estar orgulloso de su nacionalidad («la sexta economía del mundo»), Hewson no duda en señalar al gobierno y sus políticas neoliberales como grandes culpables de arruinar la industria británica de los videojuegos, al permitir la entrada sin contemplaciones de multinacionales contra las que nadie en el país podía competir.
Ideal para espantar milennials, titulados post-LOGSE y miembros de la «generación mejor formada» en general.
En resumen, Hints and Tips for Videogame Pioneers es una lectura francamente interesante y la mar de entretenida. Como además se presenta en edición de bolsillo, se puede llevar a cuestas sin problema alguno para leerlo camino del trabajo o aprovechando cualquier otra pausa fuera de casa, lo que es un detalle que se agradece. Sobre la pega del idioma no voy a insistir porque es algo que está ahí, y no cabe pensar que nadie vaya a remediarlo lanzando una edición traducida al castellano, al menos a corto o medio plazo. O se toma o se deja, pero no por ello cabe desmerecer la calidad del libro, que resulta incuestionable a todas luces.