Aunque siempre he dicho que los años ochenta fueron básicamente una puñetera mierda, justo es reconocer que, al menos en España, trajeron una pequeña revolución social. El esperpéntico sainete militar del 23-F supone un paradójico punto de inflexión a partir del cual la situación del país se estabiliza un poco tras el difícil periodo que sigue a la muerte de Franco, y el régimen político surgido de la Transición puede aprobar una serie de leyes que, como la del divorcio (1981) o la del aborto (1985), permiten ir dejando atrás el anticuado modelo social de la dictadura y aproximarse hacia una Europa de la que España desea formar parte activa mediante su ingreso en la OTAN y (sobre todo) el Mercado Común.

Para la mayoría de españoles, entrar en la CEE era como tener acceso a las mejores tiendas de la ciudad. Y con una Visa Oro de regalo.

Una de las leyes de entonces que más se han olvidado en contraposición a lo que con el tiempo han supuesto para la sociedad española es sin duda la Ley de Televisiones Privadas de 1988, que liquidaba para siempre el monopolio de la televisión pública creado en 1956 y suponía una liberalización sin precedentes en el acartonado panorama audiovisual patrio. Ni que decir tiene que la entrada en vigor de la ley vino acompañada de una gran polémica, principalmente por las acusaciones de corrupción y “amiguismo” en la adjudicación de licencias. En especial con el caso de la más singular de todas, otorgada a Canal+, que sería la primera televisión de pago de España y estaba controlada por Jesús de Polanco, un empresario próximo al Gobierno. Aunque muchos pusieron el grito en el cielo, aquello pronto quedó olvidado y Canal+ se acabó ganando un hueco en el corazoncito de los televidentes. El hecho de no depender tanto de los índices de audiencia le permitió desmarcarse de los males engendrados por otras cadenas y disponer de una programación característica y de cierta calidad, con el cine (incluyendo su mítico espacio dedicado al cine porno) y los deportes como pilares básicos.

1990. Así anunciaba el Plus el comienzo de sus emisiones para captar abonados. Una birra al que sea capaz de adivinar quiénes son los famosetes que aparecen en el video.

En lo que respecta a deportes, uno de los espacios más peculiares en la parrilla de la cadena era Transworld Sport, que además se emitía en abierto (podía verlo todo el mundo, estuviese abonado o no). Como su propio nombre indica, era un espacio dedicado a repasar la actualidad deportiva del mundo; pero lo que molaba de él era que no se centraba en deportes conocidos como el fútbol o el tenis, sino que también reservaba espacio para hablar sobre competiciones de rodeo, lanzamiento de troncos y cosas así. Fue gracias a ello que pude conocer el fútbol australiano, invento parecido al rugby pero mucho más simple y espectacular, a cuya competición liguera Transworld Sport dedicaba un repaso cada semana. La verdad es que me gustó desde el principio y acabé por aficionarme; una afición se mantiene hasta hoy y por la que intento mantenerme al día de las noticias surgidas en torno a la AFL (Australian Football League) y a mi equipo favorito, los Collinwood Magpies, aunque mi jugador preferido siempre fue el legendario Gary Ablett, que hizo historia vistiendo la elástica de Geelong durante la práctica totalidad de su larga carrera.

A Ablett se le apodaba «Dios» no precisamente por casualidad.

A pesar del predicamento del que goza en su tierra de origen, donde la final de la Liga paraliza el país, lo cierto es que la popularidad de este deporte fuera de Australia tiende más bien a cero. Siempre creí que fuera de la patria de los canguros sólo se le prestaba atención en mi casa y ya. Bueno, ni eso. La realidad es que yo debía ser el único supporter europeo: mi familia torcía la vista de un modo raro cuando llegaba el sábado y ponía “ese programa sobre deportes absurdos que no interesan a nadie”, mientras que mis amigos y conocidos tenían una excusa más, otra de tantas, para señalarme como el tipo más colgado del local. Y no les faltaba razón, pero yo tampoco entendía cómo era posible que se negasen a ver la luz, porque hacia este juego sólo se puede sentir una devoción religiosa una vez se conoce.

Y de nuevo es Gary Ablett quien nos lo demuestra. Estamos rodeados de herejes, coño.

Con semejante panorama, sorprende la existencia de un juego de fútbol australiano para Spectrum. Sí, han leído ustedes bien: existe un juego de fútbol australiano para Spectrum. Y no hablo de un juego reciente hecho por aficionados, no, sino de un juego lanzado nada menos que en 1989, cuando el chisme de Sir Clive aún seguía comercialmente vivo, y por obra y gracia de una casa de software británica, europea nada menos. Cuesta imaginar de dónde sacó David Bradley, autor de la versión original para Amstrad CPC, la idea de llevarlo a cabo, pero todo apunta a que debió de verse alguno de los partidos emitidos en aquella época por el Channel 4 británico, especializado en dar cancha a programas bizarros, y dentro de cuya parrilla el fútbol aussie llegó a alcanzar estatus de culto. En esta tesitura llegó Dean Hickingbottom para encargarse de la conversión al Spectrum, que llegaría en septiembre de 1989 arropada por una campaña publicitaria en la que se decía que Australian Rules Football estaba basado en el deporte más agresivo del mundo. El eslogan resultaba un pelín sensacionalista, pero teniendo en cuenta que en sus comienzos Australia fue una prisión para convictos que en las islas Británicas no querían ver ni en pintura, y que los australianos tienen cierta fama de ser un poco salvajes y marrulleros, quizás no andaba tan desencaminado.

De todas formas, y pese a la llamativa publicidad, el juego llegaba en un momento inadecuado: para 1989 el crepúsculo del Spectrum era más que evidente, y por añadidura su lanzamiento coincidió con una serie de profundos cambios en la estructura de la Liga que lo dejaron obsoleto casi desde el primer día. En su interés por consolidar la competición y ganar adeptos con los que aprovechar los cada vez más pingües contratos televisivos, los gerifaltes del fútbol australiano aprobaron una ampliación de equipos para abrir la liga profesional a otras regiones del país (hasta entonces casi todos procedían de la región de Victoria, cuya capital es Melbourne) e importaron una serie de normas de gran arraigo en competiciones profesionales americanas como la NBA, tal que un sistema de draft y un límite salarial. En 1990 la antigua Victorian Football League pasaría a conocerse como Australian Football League (AFL), denominación que se mantiene en la actualidad.

Es evidente que ninguna de estas particularidades se refleja en el juego que nos ocupa, pero es que el Spectrum difícilmente habría podido reflejarlas, en especial en todo lo que concierne a traspasos y salarios. De todos modos no era algo que importase mucho, pues al centrarse en un deporte absolutamente desconocido fuera de Oceanía, casi nadie repararía en la similitud entre el juego y la realidad. Además, el programa tampoco se concibió para ser un simulador deportivo, sino más bien como un arcade con el que pasar el rato. No era otra cosa que el reflejo de unos tiempos en los que el Spectrum y sus coetáneos de ocho bits ya no eran los dominadores del mercado. A esas alturas imperaban los productos baratos, fáciles de jugar y sin complicaciones. Para los simuladores en condiciones ya estaban otras máquinas mucho más potentes y mejor adaptadas a las demandas de un público cada vez más exigente, como las nuevas generaciones de compatibles con tarjetas VGA, Teniendo en cuenta esta premisa, puede decirse que Australian Rules Football entregaba aproximadamente lo que se podía esperar de él, al menos en principio. El comienzo era ciertamente prometedor, pues por el precio de un juego se nos ofrecían dos: en el primero de ellos jugaríamos un campeonato liguero de iniciación, formado por un compendio de equipos de distintas ligas amateurs. El segundo ya era cosa seria, pues competiríamos por el título de la VFL. A la hora de la verdad los dos juegos eran el mismo, cambiando los nombres de los equipos y la dificultad, pero no por eso dejaba de ser un aliciente atractivo.

Por desgracia todo se torcía en cuanto finalizaba la carga de cualquiera de los dos programas. Ante nuestros ojos aparecía un menú de opciones realmente escueto, y no solo por su diseño: casi no tenía opciones, siendo poco más que un “paso previo” antes de empezar a jugar. Todo se resumía a ver la clasificación y ajustar la cantidad de sonido. Y ya. Por no poder ni siquiera podíamos elegir equipo o permitir la participación de un segundo jugador, algo inconcebible que ya nos ponía sobre aviso respecto a la calidad del programa.

Y con efectos alucinógenos de regalo: nuestro intento de leer el colorista mensaje de la parte superior puede marearnos más que bebiendo cien cubatas.

Los temores se confirmaban tras pulsar el botón de disparo para dar comienzo al partido. La representación del campo era digna de los Micro Machines esos, y se “olvidaba” de su obligatoria forma oval en beneficio de otra semejante a la destinada al rugby tradicional. El número de jugadores por equipo (dieciocho) tampoco se ajustaba a la realidad y se veía sensiblemente reducido, algo lógico después de todo porque mover treinta y seis “monigotes” sería una tarea demasiado dura hasta para el Speccy. Pero con eso y todo el terreno de juego seguía siendo demasiado pequeño y los autores, haciendo gala de su gran habilidad, decidieron que la imagen no se desplazase mediante un scroll, sino que dividieron el campo en tres pantallas separadas a las que se accedía conforme el jugador que controlábamos se desplazaba por él.

Para describir el resultado bastaban dos palabras: confusión y caos, que se acentuaba por la escasa definición de los sprites. Al menos las reglas básicas del fútbol australiano sí que se respetaban, y como el juego era bastante rápido se conseguía reflejar en cierta forma la eléctrica vivacidad de este deporte, en el que pocas  veces el balón se detiene más de unos segundos y los lances de juego se suceden con bastante rapidez. Sin embargo, la elección de una perspectiva cenital, siguiendo la moda imperante entonces, restaba espectacularidad porque era imposible, por ejemplo, apreciar los speckies o saltos para luchar por el balón en el aire, que figuran entre los mejores momentos de un partido. Pese a todo era algo que en Australian rules football no importaba demasiado, ya que su confusión y caos predominantes limitaban la estrategia a poco más que correr con el balón hasta lograr un gol o un behind, confiando en que al ordenador no se le antojase quitárnoslo o forzar alguna falta. Porque esa es otra: la mayoría de las veces perdíamos el balón sin más o el rival nos lo arrebataba sin saber cómo, y pasarlo a un compañero para impedirlo, aparte de virtualmente imposible, casi nunca servía de nada cuando lo conseguíamos.

Y por si alguien pone en duda mis palabras, nada como este video para aseverarlas.

En fin, un desastre que no se salvaba ni ante la pasión que despertó en mí el fútbol australiano cuando supe de su existencia gracias a Canal+. Hasta entonces ni siquiera sabía del videojuego, que nunca fue distribuido oficialmente en España y llegó cuando el Spectrum era para mí agua pasada. Lo conocí porque el amigo de un amigo que aún tenía en casa un +2 poseía una copia, que sacó vete a saber de dónde. Una afortunada casualidad que me permitió estrenarme con él en un Spectrum de verdad y antes de que Internet lo pusiese a disposición de todo el mundo, pero que no sirve para mejorar mi opinión sobre un juego que en su día llegó tarde y mal, y que como la mayoría de lanzamientos producidos a partir de 1989 / 90, acusaban la decadencia de un ordenador antaño imprescindible.

2 thoughts on “Go Magpies go!!”

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