En la actual situación de crisis que vivimos, crisis no solo económica sino también social, institucional e incluso moral, una de las cosas que más me enervan es el empeño de las clases dirigentes en vender el trabajo como un privilegio al que las castas inferiores han de agarrarse como un clavo ardiendo. Son precisamente quienes nos metieron en el pifostio en el que estamos ahora y quienes más beneficios están sacando de él, quienes más ganan a cambio de esforzarse menos y quienes menos cuentas han de rendir por ello, los que se atreven a predicar a los cuatro vientos que hay que aceptar lo inaceptable con tal de conservar un trabajo y seguir siendo, por ello, un privilegiado.

Un contrato laboral no es un acuerdo justo entre dos partes en el que una pide que se le demuestren ciertas habilidades ofreciendo a cambio réditos que permitan a la otra disfrutar de una vida digna, sino un estipendio, así directamente, por el que al currante se le hace un favor y debe sentirse orgulloso y bien pagado por el simple hecho de tener trabajo. Y si no aceptas lo que te dan es que eres un vago y un desagradecido porque el empresario / emprendedor de turno está dispuesto a jugarse el tipo por ti y le estás haciendo un feo, a él y a la sociedad en su conjunto. El problema es que esta idea, repetida desde tiempos inmemoriales pero ahora con más insistencia que nunca, está calando en el subconsciente colectivo al punto de que cada vez más gente te mira mal cuando te quejas de tener que sacrificar fines de semana o festivos, o porque solo ves el trabajo como un mal necesario para pagar facturas y poner un plato en la mesa, que es como debería verse. Indefectiblemente la respuesta suele ser la misma: no te quejes y considérate privilegiado por tener un trabajo al que acudir todos los días.

Contrariamente a lo que creen los apologistas de la nostalgia gratuita y mal entendida, antes las cosas no estaban necesariamente mucho mejor que ahora. Algo mejor para el conjunto de la población sí que podían estarlo en determinados aspectos, no digo que no, pero de ahí a creer que todo quisque tenía un chalet con parcela y conducía un BMW media un espacio sideral. En los ochenta, las tesis neoliberales impulsadas desde los USA y el Reino Unido por sus respectivos gobernantes se esparcían como la peste por el mundo occidental, agigantando una fractura entre ricos y pobres que no cesaría de aumentar a partir de entonces.

Una sociedad clasista magníficamente ilustrada por filmes como Wall Street, en la que los ricos acaparan cada vez más recursos y los pobres (el conjunto de los ciudadanos) han de conformarse con las sobras del festín, votar cada cuatro años y servir a los poderosos dando las gracias por ello. Y cuanto más poderosos sean los amos a quienes servimos, más agradecidos debemos estar por permitirnos entrar en su círculo. Semejante esperpento de situación constituía una mina de oro de la que sacar tajada en forma de parodia a poco que alguien con talento tuviese claro cómo hacerlo. Y miren por dónde, un programador de videojuegos para Spectrum estuvo entre los que mejor supo.

Flunky llegó bendecido por el don de la oportunidad. Tanto su autor, el mítico Don Priestley, como la casa de software que lo editó, Piranha, estaban en su mejor momento. El primero venía de publicar The Trapdoor, mientras que la segunda, tras presentarse al mundo apadrinando el juego anteriormente mencionado, auspició poco después el lanzamiento de Nosferatu, tal vez uno de los mejores juegos de su clase para Spectrum. Por otro lado, la Casa Real británica vivía en la cresta de la ola tras los matrimonios de Carlos de Inglaterra y su hermano Andrés con Lady Diana Spencer y Sarah Ferguson, dos personalidades cuyo arrollador carisma introdujo aire fresco en el anquilosado y tradicionalista ambiente de Buckingham Palace, elevando la popularidad de la monarquía hasta niveles desconocidos en años.

Aficionado a reírse hasta de sí mismo a la menor oportunidad, Priestley vio el filón que podía proporcionarle una idea tan sencilla como genial: un videojuego protagonizado por un estirado mayordomo, que parodiase con humor y no poca mala leche tanto a los miembros más destacados de la Familia Real como la cotidianidad de su vida diaria en palacio.

«Me tratan como a un mierda, pero soy un mierda orgulloso porque sirvo a la realeza».

Y es que Flunky destila mala milk ya desde su propio título, pues en inglés coloquial designa a una especie de sirviente de poca monta destinado a realizar las tareas más ingratas. Y sería con eso con lo que precisamente tendríamos que lidiar durante todo el juego: con tareas ingratas propias de un lacayo al servicio de unos amos altivos y prepotentes, cuyas absurdas vidas se ven reflejadas en las no menos absurdas tareas que nos encomiendan y en las que el autor, irlandés por añadidura, aprovecha para arremeter sin piedad contra sus aficiones y presentar como defectos algunos de sus rasgos físicos más conocidos e incluso envidiados (las pecas de Fergie y la preciosa melena rubia de Lady Di son de pega). Todo con el objetivo de obtener, como única recompensa, los autógrafos de Carlos, Andrés, sus respectivas esposas y, en última instancia, de la propia Isabel II.

Con Flunky, y por vez primera en varios años, Don Priestley no utilizaba ninguna serie de TV como base argumental, siendo ésta completamente nueva; pero con todo, el juego era perfectamente reconocible como “hijo de su padre” por la forma de jugarse, la estructura a base de encargos que habían de resolverse desfaciendo puzles y sobre todo por el aspecto cómico de los personajes, que parecían burlar todos los límites del Spectrum ante su descomunal tamaño y colorido. Técnicamente se mejoraban algunas cosas por ejemplo a nivel de movimiento, aunque esto se debiese en buena parte un área de juego más pequeña y a la mayor austeridad gráfica de fondos y decorados respecto a los antecedentes de Benny Hill, Popeye o The Trapdoor, permitiendo que todo funcionase con mayor suavidad y velocidad. El peor defecto de Flunky estaba en su exagerada dificultad: el propio Don Priestley reconoció durante una entrevista que se había pasado un pelín. Superar las pruebas impuestas por Carlos y Diana requería una dosis extrema de habilidad y no poca suerte, combinatoria que dejaba la finalización del juego sólo al alcance de un puñado de elegidos desconocedores de la existencia de la palabra “imposible”.

Como muestra, valga este botón…

Dejando a un lado cualquier interpretación, Flunky era tan simpático y divertido como sólo podía esperarse de algo surgido del talento de Don Priestley, un personaje atípico en el mundo de los videojuegos que supo abrirse hueco entre tíos a los que doblaba en edad para marcar una época con sus creaciones. Si bien a mi modo de ver Flunky no llega al nivel de The Trapdoor, quizás su mejor obra junto a Dictator y Maziacs, tampoco desmerece en una trayectoria cuajada de grandes momentos. Ni muchísimo menos.

5 thoughts on “El privilegio del trabajo basura”
  1. Priestley, uno de los grandes siempre!

    Me ha encantado la mención al ‘Nosferatu’ de Piranha.. últimamente pienso mucho en ese juego.

  2. Viru: Ya hablaré otro día de Nosferatu, cuando la ocasión lo merezca. Buen programa. Jose: Es cuestión de habilidad al escribir. O algo.

  3. He descubierto la entrada por el link de los comentarios al vídeo de Flunky en pixelacos y tras leerla sólo puedo decir que chapó, la primera parte de la entrada es la vida misma, y la segunda creo que resume muy bien el juego.

    Un saludo!

  4. Gracias por lo que me toca. En realidad, Flunky no habría existido de no basarse en la vida misma. No se puede hablar del juego sin mencionar el entorno histórico del cual surgió.

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