Los años ochenta del siglo pasado fueron, seguramente, los de mayor popularidad en la historia del ciclismo profesional. La generalización de las retransmisiones televisivas convirtió a los “esforzados de la ruta” en héroes mediáticos capaces de congregar enormes multitudes y en ejemplo a imitar hasta para los niños, que en los parques reproducían las mejores etapas de las grandes vueltas jugando con chapas a las que adherían la efigie de su corredor favorito. Sin embargo pocos querrían plantar la cara de este señor ni siquiera en una chapa, pese a ser una de las más reconocibles del pelotón:
Nacido en París en 1960, Laurent Fignon estaba llamado a marcar una época. Con veintitrés años ya había ganado el Tour de Francia dos veces consecutivas y había hecho segundo en un Giro orquestado para la victoria sí o sí del ídolo local Francesco Moser, pero una lesión estuvo a punto de acabar con su carrera y le obligó a pasar un calvario de cuatro largos años durante los cuales demostró, no obstante, que el apodo de “El profesor” por el que era conocido no obedecía tan solo a su aspecto de intelectual o al hecho de estar entre los pocos ciclistas de élite con estudios superiores: junto a su entonces jefe y amigo Cyrille Guimard creó un equipo cuya revolucionaria estructura y organización son hoy la norma.
Famoso por sus malas pulgas y su trato despreciativo hacia casi todo el mundo (las anécdotas al respecto se cuentan y no acaban), Fignon volvió por sus fueros en 1989… solo para protagonizar uno de los momentos más dramáticos en la historia del deporte: con el Tour casi ganado después de tres mil kilómetros batallando a muerte contra el americano Greg LeMond, otro hombre recién salido de una grave lesión (en este caso un escopetazo accidental durante una partida de caza que casi le cuesta la vida), la última etapa parecía concebida en homenaje al francés, que corría prácticamente a las puertas de su casa. Acabó perdiendo la carrera por tan solo ocho segundos. El tiempo que se tarda en leer esta frase y la anterior a un ritmo normal. Se dice que hasta muchos de sus compatriotas lo celebraron.
Visto así, no sorprende que Fignon careciese de videojuego con su nombre en una época en que poner el nombre de un deportista famoso a un videojuego para venderlo mejor era táctica habitual. También es verdad que en el primer lustro de los ochenta la industria francesa de los videojuegos estaba en mantillas y no daba para producciones de semejante alcurnia. Pero hablamos de un tío que llegó a escaquearse de subir al pódium de la Vuelta ‘87 (fue tercero) para irse antes a su casa porque estaba “hasta el gorro” de España, algo llamativo tratándose de alguien que hablaba un castellano excelente, aprendido en sus años de estudiante, y conocía bien el país, aunque tal vez por eso tuviese buenas razones para odiarlo.
Nadie hubiese comprado un simulador de ciclismo con su nombre. O puede que sí, porque lo cierto es que Fignon tuvo su videojuego allá por 1985. Bueno, más o menos. Y hubo hasta quien se lo compró. Yo mismo lo hubiese hecho de haber podido leer entonces su autobiografía Éramos jóvenes e inconscientes, donde se descubre a un personaje con el resulta inevitable empatizar, que no simpatizar. Ya no es cuestión de que la palmase de cáncer en 2010 y llegues a sentir lástima por él, que no es mi caso. De haber sido así el propio Fignon me habría mandado a la mierda sin contemplaciones porque odiaba que le tuviesen lástima, igual que odiaba la hipocresía y las mentiras. De hecho reconoce que su peor defecto era el de ser demasiado sincero en un entorno donde la sinceridad no es que esté precisamente bien vista, sobre todo cuando bramas a voz en cuello cosas tan evidentes (pero que nadie quiere reconocer públicamente) como que los periodistas deportivos parecen todos escogidos de entre lo peor de un centro de educación especial; o que correr la Vuelta a Colombia molaba mil gracias a las inmensas fiestas organizadas por los capos locales del narcotráfico, donde repartían generosamente entre el pelotón las montañas de coca con las que llenaban hasta el borde el maletero de sus limusinas. Así luego era posible ascender como una centella el Puerto de Letras (solo 80 kilómetros de subida) dando pedales sin despeinarse. ¡Viva Colombia!
Ciclista profesional entrenando para la Vuelta a Colombia.
Ahora no me digan que un personaje como Laurent Fignon no hubiese merecido tener su videojuego. En el párrafo anterior ya hemos dicho que lo tuvo… más o menos. Fíjense bien en la siguiente foto, la cual sirvió como imagen de portada para un olvidado programa lanzado por Activision en 1985 para el Commodore 64: Tour de France.
Ahí lo tienen ustedes. En segundo plano pero claramente visible. Agazapado pero atento a lo que sucede a su alrededor, vestido con las mejores galas del último Tour que ganó, avasallando a sus rivales (le saco diez minutos al segundo) y aspirando a emular las gestas de su ídolo Louison Bobet. El mejor de los mejores, y sin embargo relegado a un plano secundario tras el escocés Robert Millar, a la sazón rey de la montaña en esa edición de 1984 y tan peculiar como el propio Fignon. No solo gustaba de distinguirse adoptando un aspecto inusual (en este caso llevando pendientes), sino que también perdió una gran vuelta de forma completamente inverosímil: la de España en 1985, que le birló Pedro Delgado mientras Millar felicitaba a su equipo por haberle ayudado a ganar la carrera. Afortunadamente sigue vivo y no se ha muerto de ninguna dolencia física al contrario que su rival francés, aunque lleve treinta años muriéndose de vergüenza y procurando pasar desapercibido. Esto y su carácter huraño y sumamente introspectivo contribuyeron a dar pábulo a los rumores de que había cambiado de sexo.
Con ustedes Philippa York, digo Robert Millar.
Como vemos, dos tipos peculiares protagonizando una imagen peculiar que sirve de presentación peculiar para un juego peculiar, creado en exclusiva para un ordenador de origen americano por dos programadores húngaros residentes en Francia que lograron con él captar la atención de una gran multinacional de Estados Unidos, lugar donde hasta la llegada de Greg LeMond el ciclismo profesional era algo totalmente ajeno a sus habitantes. Sin embargo, para 1985 LeMond se había convertido en una celebridad que había sido campeón del mundo y subcampeón del Tour, una carrera que acabaría ganando tres veces.
Así las cosas, y gozando este juego con el beneplácito de la propia organización del Tour, no se entiende mucho el uso de esta imagen tan sosa, tan insulsa, tan “impersonal”, cuando seguramente podría haberse utilizado otra más espectacular y mayestática, bien del propio LeMond o de cualquier otro ciclista vestido de amarillo levantando los brazos en señal de victoria. O de ese mismo líder encaramado a lo más alto del podio final en los Campos Elíseos, que también. Nunca sabremos los motivos por los que eligieron semejante foto como carátula para el Tour de France, pero no cabe duda de que incitaba a la confusión, dando a entender que te encontrabas ante un simulador o cualquier otro juego pretendidamente serio, si bien la foto de marras nos daba algunas pistas sobre lo que habríamos de encontrar después.
Porque por supuesto, la realidad era harto diferente. Los ordenadores de la época no daban para nada ni remotamente parecido a un Pro Cycling Manager. Ni siquiera el Commodore 64, uno de los mejores ordenadores domésticos que se podían comprar entonces, si no el mejor. Pasarían años hasta poder disfrutar de un juego capaz de capturar de forma razonable la esencia de una carrera ciclista y curiosamente ese juego se hizo en España y para el Spectrum, aunque esa es otra historia. Los autores de Tour de France eran conscientes de sus limitaciones (de las de la máquina para la que trabajaban y quizás también de las suyas propias), así que optaron por no apuntar demasiado alto en sus aspiraciones planteándose un juego “apañadito” a la vez que sencillo.
¿Y qué puede haber más sencillo a priori que un arcade? Porque eso, ni más ni menos, es Tour de France. Y es tan sencillo que por no haber no hay ni pelotón, porque el juego se centra todo él en luchar contra el reloj, la especialidad a priori más sencilla (y para muchos aburrida) del ciclismo. Nosotros solos contra el cronómetro. Nuestra única preocupación será pedalear aporreando el teclado y procurar mientras tanto no salirnos de la revirada cinta gris que hace las veces de carretera, algo que nos ocurrirá con frecuencia porque la bici es bastante difícil de controlar, sobre todo teniendo en cuenta que con el mismo grupo de teclas hemos de manejar el ritmo de pedaleo, la dirección y el cambio de velocidades.
Este planteamiento se repite hasta el hastío durante el transcurso de la partida, de principio a fin, y evidentemente facilita muchísimo la planificación del juego y su programación, pero también lo hace mucho más aburrido. Lo que en general, y salvo excepciones, es una contrarreloj, que caray. Los gráficos no son para tirar cohetes en una máquina capaz de mucho más como era el Commodore 64, aunque los escenarios están diseñados con cierto gusto y poseen detalles que contribuyen a darles vida. No falta un público animoso apostado a ambos lados de la vía ni las vallas publicitarias, si bien, y tal como le sucede al juego en su conjunto, acaban haciéndose reiterativos, monótonos, y contribuyen así a la sensación general de aburrimiento. El contrapunto lo pone la posibilidad de jugar (por turnos, obviamente no a la vez) contra varios amigos pudiendo elegir nombre, nacionalidad y hasta color de ropa. Servidor pudo hacerlo en su momento gracias a un colega que tenía un C-64 en casa y la verdad es que era divertido, pero tampoco más de lo que sería jugar con cualquier otro programa que permitiera esa posibilidad.
Vamos, que el juego acaba entroncando con la foto que ilustra su carátula y se quedó muy lejos de lo esperado por muchos aficionados al deporte de las dos ruedas. Hay que insistir en que los ordenadores de entonces eran lo que eran, y en virtud de ello programar un buen juego de ciclismo resultaba francamente complicado. Pocos se atrevían con un reto así, por lo que no había mucho género entre el que escoger. Esa escasez de género permitió que Tour de France cosechase buenas cifras de ventas pese a las tibias críticas vertidas sobre él por las revistas especializadas. Porque la realidad era que entre los fanáticos de los videojuegos había muchos que también lo eran del ciclismo, estaban ansiosos por probar cualquier cosa que les acercase a su deporte preferido, y Tour de France no resultaba peor que otros videojuegos de ciclismo como Milk Race.
De todos modos es una lástima que compañías francesas como Infogrames o Loriciel no existiesen durante los años en que Laurent Fignon fue amo y señor indiscutible del pelotón mundial, porque dada la habilidad mostrada por sus programadores a partir de la segunda mitad de los ochenta sobre todo gracias al Amstrad CPC, que lo petó en el país galo, es seguro que habrían logrado hacer de su mejor ciclista un tipo mucho más apreciado. Al menos mientras la gente pasase el rato jugando con su ordenador.
La foto de la carátula de Tour de France sin editar. No me digan que no mola mucho más.