Para mí, el Spectrum fue desde siempre poco más que una videoconsola con teclado. Sostener esta opinión a lo largo de los años me costó perder amistades y ser insultado por la calle. Hubo hasta quien amenazó con purificar mi alma con gasolina de alto octanaje, por hereje irredento. Pero reconozcámoslo: comparado con la mayoría de sus coetáneos, el Spectrum era un juguete tosco, hosco, incómodo de manejar y, en consecuencia, difícil de programar. Por tanto, era de esperar que cualquier persona con dos dedos de frente terminase sacándole  partido de la forma más lógica posible, o sea jugando.

El problema es que lo de jugar con un ordenador estaba muy mal visto a principios de los ochenta (bueno, menos mal visto que ahora a decir verdad). Podías plantarte durante horas ante la tele para fundir tus neuronas con auténticas tonterías; podías matar el rato en la calle rayando coches o aprendiendo a fumar; pero lo que la mayoría de los bienpensantes padres de la época no podían tolerar bajo ningún concepto era que sus hijos disfrutasen con videojuegos, inequívocos responsables de convertir a los críos en gandules sin cerebro, delincuentes juveniles o algo peor, como dependientes de supermercado. Y entre aquellos especímenes paternos estaban los míos propios.

El Vaquilla: «Los videojuegos arruinaron mi vida».

Mi querido “gomas” (de 48 Kb) llegó desde Inglaterra por gentileza de un amigo de mi padre, que por motivos que no vienen al caso viajaba a menudo a la patria de Benny Hill. Aquel hombre nos hizo el favor de comprarlo allí y luego traerlo de vuelta porque su precio era la mitad que en España: 26.000 pesetas contra 52.000. El problema era que 26.000 pesetas seguían siendo muchas pesetas, y a mis padres no les hacía ni pizca de gracia que el esfuerzo de invertir aquel dineral se desperdiciase en algo tan prosaico como los videojuegos. Así pues se empeñaron en que nos instruyésemos para manejarlo como Dios manda, aprendiendo a programarlo y quién sabe si confiando en que, gracias a ello, diésemos con la fórmula de la Piedra Filosofal.

Basta con que a tu hijo le regales un coche de juguete para que por sí solo se convierta en un campeón.

Por desgracia yo siempre he sido un tío de letras. De hecho, incluso antes de terminar la EGB tenía claro que quería estudiar Periodismo. Pocos años después, la visión de una vecina recién licenciada limpiando escaleras me abriría los ojos sobre lo que me esperaba si seguía por ese camino, pero ésa es otra historia. Cuando el Spectrum llegó a mi casa, las matemáticas se me atravesaban de tal forma que a veces me equivocaba al sumar dos y dos. Programar es un aburrimiento arte en el que las matemáticas están muy presentes, y si quieres que alguien que usa los tratados de Newton como papel de water se anime a aprender, al menos tienes que hacerle atractivo el menú. No basta con plantarle delante de un ordenador y espetarle: “Venga, aprende a usarlo, que esto nos ha costado un riñón”. Si el ordenador de marras es un Speccy, ésa es una táctica destinada indefectiblemente al más absoluto fracaso. Dejando a un lado su peculiar teclado, que como obstáculo inicial ya representaba un hándicap importante, el Spectrum tenía un método de programación infame, lento, engorroso e incómodo. Si todo lo rematamos con uno de los peores manuales de la historia, cuya edición española parece traducida por alguien con un nivel de inglés equivalente al de este señor, el resultado no puede ser otro: “¡Esto es una puta mierda! ¡A tomar por culo, prefiero jugar!”

Extraído de Speccy.org

“Joder, no sé si debo abrirlo porque tengo miedo de provocar el fin del mundo”.

Desesperados ante mi rebeldía, mis padres intentarían llevarme al redil por última vez en el verano de 1985, apuntándome a una academia para hacer un curso intensivo de BASIC que resultó estar bastante bien. El profesor me “caló” enseguida y demostró lo bueno que era en su oficio, sacando partido de mis virtudes y minimizando mis carencias para hacer del curso un reto ameno. Y no sólo para mí, sino también para mis compañeros, entre quienes había personas que estaban en la misma situación que yo. La única pega de aquel curso eran los Apple IIe que utilizábamos en las clases, cuyo parecido con el Spectrum es mera coincidencia. Pese a ello me lo pasaba bien, y me animé a aprender BASIC Sinclair con la ayuda de un par de libros prestados por unos amigos. Finalmente aprobé el curso y obtuve el certificado que me identificaba como un crack del BASIC.

Extraído de Elotrolado.net

“Podéis estar tranquilos, papis. A partir de ahora, de cada 60 minutos que esté con el Spectrum dedicaré a jugar sólo 59”.

Aquel papel, que era poco más pequeño que un folio, acabó metido dentro de un sobre y guardado en un archivador en casa de mis padres. Allí debe seguir todavía, llenándose de moho a la espera de que un día se me antoje recuperarlo y le saque una foto para la posteridad. Hacer ese curso no cambió mi manera de entender la programación de ordenadores como una de las actividades más aburridas a las que se puede dedicar un ser humano, pero al menos me demostró que con un buen método de enseñanza y algo de paciencia se pueden lograr imposibles, como que una cuadrilla de zotes aborregados deje de mirarle las tetas a la secretaria de la academia (que estaba muy buena, por cierto) y centre su atención en una pizarra llena de numerajos y letrujas sin sentido aparente.

Entre tirarme a Helen Lindes y teclear un listado de veinte páginas yo escojo el listado, sin duda.

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