En los albores de la informática, los programadores de videojuegos trabajaban por lo general solos, en su propia casa, como mucho ayudados por una o dos personas, y luego vendían el fruto de su esfuerzo a empresas que se encargaban de distribuirlo. Era normal que estos programadores acabasen formando parte de dichas empresas, bien mediante la firma de contratos de exclusividad para distribuir nuevos juegos o integrándose directamente en su plantilla. Hace un tiempo escribí un artículo que ilustra de forma bastante clara cómo se hacían las cosas entonces.

Indudablemente, eran otros tiempos.

Sólo al cabo de unos años el negocio de los videojuegos empezó a parecerse a lo que es hoy, cuando la gente comenzó a agruparse para crear sus propias empresas y llegar a acuerdos con otras mayores para distribuir sus productos. Pero en su mayoría seguían siendo empresas minúsculas y poco serias, por lo que las distribuidoras seguían teniendo la sartén por el mango y los juegos que comercializaban pasaban a la historia como juegos de las distribuidoras, no de las empresas (o “empresas”) que los habían creado. Era bastante raro que el prestigio y la fama de un grupo de programadores asociado tras una marca igualase al de la marca que vendía sus productos, aunque casos hubo.

Uno fue el de Graftgold, la empresa fundada por Steve Turner, cuyo nombre llegaría a estar por encima de los de Hewson y Firebird, las potentes firmas que comercializaban sus juegos (la última propiedad nada menos que de British Telecom). Y luego estaba Special FX, fundada entre otros por un autentico tótem del videojuego europeo, Mike Lamb, cuyas obras eran distribuidas en exclusiva por la mayor y más importante casa de software del continente: Ocean. Como en el caso de Graftgold, Special FX supo hacer las cosas bien y como resultado algunos de sus trabajos se encuentran entre lo mejor que vio el Spectrum en su última etapa de vida. Uno de los secretos para lograrlo fue aglutinar en el entorno de la casa a magníficos profesionales, gente con un talento superlativo, y entre ellos estuvo Jim Bagley.

No, no es Rosendo.

Experto a la hora de estrujar el micro del Tito Clive con versiones de máquinas recreativas como Cabal o Midnight Resistance, la trayectoria de Jim Bagley sigue al dedillo casi todos los clichés asociados al programador de videojuegos de los ochenta: aprendió el oficio por su cuenta mientras aún estaba en el colegio, a base de leer manuales y practicar, hasta que un día pensó que podía ganar algún dinero vendiendo los juegos que hacía para divertirse, por lo que acudió a una empresa que de inmediato le contrató. Pero Bagley tenía una curiosidad ávida y una fenomenal capacidad para absorber y retener grandes cantidades de información, lo que le habilitó para conocer los entresijos del hardware asociado a los ordenadores y consolas más populares. Era capaz de programar hábilmente cualquier máquina que cayera en sus manos, desde el ZX-81 o el Spectrum a la Gameboy, pasando por el C-64, el Amstrad CPC o la NES.

Más tarde no tendría problemas en dar el salto hacia videoconsolas de nueva generación como la Sega Saturn, la 32X o la PlayStation, sin olvidar por supuesto al PC. Hoy sigue enfrascado profesionalmente en la creación de videojuegos para la Xbox 360 o la Play 3, labor que compagina con su pasión por las motos, los perros, sus hijas y su mujer, algo de lo que se vanagloria sin tapujos en su web personal (podréis ver incluso fotos de su boda). En resumidas cuentas, estamos ante un tío grande. Un portento al que Pablo L. Del Rincón contactó para hacer la entrevista que podéis leer en el siguiente enlace:

Leer Efectos especiales con Jim Bagley (entrevista).

Foto de la boda de Jim. No había casco para los perros.

2 thoughts on “Efectos especiales con Jim Bagley (intro)”

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