A estas alturas no creo necesario recordarle a nadie que estar de vacaciones mola, sobre todo si cobras tu sueldo como cualquier otro mes. Detesto a la gente que añora currar, que se aburre porque no sabe qué hacer en su tiempo libre y que echa de menos la dinámica del día a día cotidiano. Aunque pueda parecer increíble, hay gente así suelta por el mundo. Más de la que nos imaginamos. Y un servidor no vacila en tacharles de gilipollas, que es el único apelativo que se merecen. Está claro que la gente común (desgraciadamente el 99,99 % de la población) no tiene otro remedio que trabajar para vivir, pero por mucho que te pueda gustar tu trabajo o por muy bueno que éste sea, algo tendrá lo de trabajar cuando la gente que puede permitírselo se dedica a gozar de la vida, y procura alejar de sí todo lo posible cualquier obligación laboral, aunque cara al público no paren de confesar el mucho curro al que tienen que hacer frente a diario. Como suelo decir, si el trabajo fuese algo bueno los ricos se lo habrían quedado todo para ellos. En resumidas cuentas, si uno tiene un mínimo de sesera en el torrao y pone un poco de su parte, sacarle jugo al tiempo libre es facilísimo, más si se vive en una ciudad relativamente grande. Y tampoco hace falta dejarse una fortuna en el empeño. El que se aburre es porque quiere, así de claro.

Efectivamente: estar de vacaciones mola, no digáis que no.

Admito, no obstante, que para mí estas vacaciones han sido, en un sentido, extrañas. Por vez primera en ocho años no he dispuesto de un acceso fácil e inmediato a Internet. En casa de mis padres di de baja la línea ADSL (una de las primeras de este tipo que se dieron de alta en España a nivel residencial) porque, con el poco tiempo que paso ya allí, francamente no merecía la pena pagar facturas por algo que apenas se usaba. En mi casa todavía hay cosas en que gastar el dinero más primordiales que en dar de alta el teléfono y el consabido ADSL, algo que en conjunto no es precisamente barato. Así pues, he permanecido bastante «desconectado», ya que no he dispuesto de mucho tiempo (ni para qué negarlo, tampoco de ganas) para acudir a un cibercafé.

De todos modos, el tiempo antes gastado en navegar por la Red se puede aprovechar para hacer otras cosas con el ordenador, como jugar sin ir más lejos. Y no necesariamente con las últimas novedades. Poco antes de comenzar las vacaciones aproveché para bajarme una selección de los 200 mejores juegos para Amstrad CPC, y he pasado muchas noches alternando mi sempiterno gusto por el cine con innumerables partidas a esos juegos. Tenía una «deuda» pendiente con el legendario aparatito de Alan Sugar, un ordenador del que apenas había conocido nada durante muchos años a excepción de lo que leía en las revistas. Y puedo decir, sin temor a equivocarme, que dicha «deuda» está en vías de ser salvada con creces. Para mi novia también ha sido emotivo reencontrarse con el pasado: ella tuvo en tiempos un CPC 464, y las partidas con el estupendo Trivial Pursuit de Domark han sido antológicas, más aún porque con los años el juego ha ganado en dificultad, ya que muchas preguntas hacen referencia a temas de la actualidad… de 1986. Supone un aliciente extra tener que echar mano al baúl de los recuerdos para acertar una pregunta, y además puede resultar tremendamente divertido.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.