En 1991 el Spectrum pertenecía al pasado. Con el Amiga en el apogeo de su efímera gloria y las videoconsolas japonesas asaltando los hogares del mundo entero, el venerable micro de Sinclair tenía bien ganada la jubilación tras casi diez años compitiendo al más alto nivel contra rivales que le superaban ampliamente y brindando al software europeo la mejor época de su historia, apenas recordada como sin duda merece. La decrepitud del Spectrum era más que evidente y el golpe de gracia le llegaría poco después, con el anuncio de que casi todas las grandes empresas de videojuegos lo abandonarían al comenzar 1992. Pero entretanto seguían publicandose juegos para él. Y alguno debería figurar por méritos propios entre lo más selecto de su catálogo. El ocaso del Spectrum y el hecho relacionado de que todo el mundo estuviese huyendo de él, impiden a esos juegos pasar a la posteridad porque casi nadie los conoce siquiera. Aquí pretendemos rendir cumplido tributo a uno de ellos, quizás el mejor de aquella época crepuscular. Por su calidad, que duda cabe; pero también por otros detalles que lo convierten en un producto insólito.

En los primeros años de la década de los 80, Digital Integration y los simuladores (casi siempre de vuelo) para computadoras domésticas formaron una tautología. Fundada por dos integrantes de la Royal Air Force, en 1983 la empresa comercializó Fighter Pilot, en realidad versión para Spectrum de un juego escrito originalmente para el ZX-81 y durante mucho tiempo motivo de envidia entre usuarios de otros ordenadores, de lo mejor de su género y un hito fundamental. Dos años después llegaría Tomahawk, que no era sino una versión profundamente modificada del Fighter Pilot donde el avión de caza F-15 se sustituía nada menos que por un helicóptero Apache. La esmerada depuración del código realizada por su programador permitió añadir elementos ausentes en el primer juego, como sonido y unos espectaculares gráficos vectoriales que lo dotaban de un realismo asombroso para aquel momento. Este y el posterior TT Racer, un impresionante (a la par que olvidado) simulador de motociclismo lanzado en 1986, representaban la culminación de una trayectoria escasa pero brillante.

A partir de ahí la balanza empezaría a inclinarse a favor de otra empresa: la norteamericana Microprose, fundada por un antiguo teniente coronel de la USAF. Con más medios a su alcance, lo que le permitía lanzar más juegos y venderlos mejor, Microprose fue comiéndole terreno a su rival británica y para 1990 sólo los usuarios de Spectrum más veteranos recordaban lo que Digital Integration había significado. Ante la imposibilidad manifiesta de luchar de tú a tú contra una enorme firma de carácter multinacional, la pequeña empresa británica optó por escorar hacia el proceloso mundo de los arcades, menos complejos y desde luego mucho más baratos de producir.

Buscaba así, también, llegar a un público mayoritario con el que financiar el desarrollo de productos para las nuevas máquinas de 16 bits, proceso en el que ya andaba metida y que resultaba notablemente oneroso. Hacía falta obtener dinero rápidamente, pero ello no implicaba renunciar a los estándares de sofisticación que habían caracterizado a la marca, por que Digital Integration se dispuso a contratar a los mejores programadores disponibles con la intención de crear un juego a la altura de sus expectativas. No pudieron tener más acierto.

El nombre de David Perry no le resultará familiar a casi nadie, pero si decimos que con los años este hombre seria el fundador de Shiny Entertainment y el máximo responsable de juegos como Earthworm Jim o MDK, a buen seguro la cosa cambia. Nacido en un suburbio de Belfast llamado Lisburn, es la clara demostración de que aquella desdichada tierra puede proporcionar al mundo algo más que borrachos irreductibles como George Best o aficionados a la química moderna como los terroristas del IRA.

Su biografía sigue al dedillo las marcas comunes a casi todos los grandes programadores europeos de su generación: empezó a trastear con ordenadores por casualidad, cuando con quince años le regalaron un ZX-81 y se dio cuenta de que a lo mejor podía ganar algún dinero con los programas que hacía en casa para divertirse. A los diecisiete ya estaba viviendo en Londres y trabajando para una de las grandes empresas del sector, Mikro Gen, donde se haría cargo de cerrar la legendaria saga Wally con el que es considerado por muchos como el mejor juego de la serie, Three Weeks in Paradise. Cuando la compañía quebró en 1987 pasó a formar parte de la industriosa Probe Software, otra firma histórica, mientras depuraba su técnica bregándose en alguna de sus mejores producciones.

Fue allí donde conoció a Nick Bruty, otro veterano de trinchera con el que haría buenas migas y sería coautor de Dan Dare III en 1990. Aquel juego y la no menos espectacular primera versión de Las Tortugas Ninja propiciaron que los jefes de Digital Integration se fijasen la pareja para llevar a cabo su plan maestro: crear un arcade, uno de primera categoría que animase a los todavía numerosos propietarios de un Spectrum a comprarse otro juego para él. Quizás el último, pero lo bastante bueno como para poner un broche de oro a años de diversión antes de apagar el ordenador por última vez para cambiarlo por un Amiga o un PC.

Y eso es, ni más ni menos, Extreme: un arcade cuyo argumento es simple accesorio para justificar el frenesí que vendrá a continuación, aunque dicho argumento no deje de resultar curioso al tomar prestados elementos de la primera incursión de Star Trek en los cines, dirigida por Robert Wise en 1979. En resumen, una raza extraterrestre se topa con la sonda Pioneer 10, que lleva siglos vagando sin rumbo por el espacio interestelar, y decide meterla dentro de una de sus naves enviándola de vuelta a la Tierra con un mensaje de buena voluntad, pero en el camino la nave es interceptada por unos belicosos piratas espaciales y los muy cabrones no tienen mejor ocurrencia que convertirla en una gigantesca bomba capaz de arrasar el planeta.

Ya pueden imaginarse quién será el encargado de desfacer el entuerto, algo por otra parte no demasiado difícil una vez se conocen las acciones a efectuar sobre todo en la primera de las tres fases que componen una partida completa, caracterizada por la inclusión de ciertas pizcas de estrategia en lo que no deja de ser el típico “dispara a todo lo que se mueva” mil veces visto, que juega la baza de su impecable aspecto para conquistar al jugador.

Porque si por algo destaca Extreme la primera vez que se ve y se juega es precisamente por su aspecto, principal seña de identidad en los juegos de David Perry y uno de los motivos que demostraban su habilidad. Aunque el Spectrum fuese un ordenador teóricamente capaz de mostrar gráficos en color, en la práctica sus limitaciones restringían de forma notable esa capacidad al punto de que podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que el Spectrum era capaz de mostrar gráficos en UN color. O como mucho en dos, uno principal y otro de fondo. Para conseguir mejores resultados sin caer en aberraciones visuales capaces de provocar ceguera o suicidios en masa hacía falta alguien hecho de una pasta especial como Perry, quien no sólo era un excelente programador sino que también hacía gala de un gusto exquisito utilizando la paleta de colores del ordenador y “mezclándola” adecuadamente.

La práctica totalidad de su carrera es una explosión de colorido, pero alcanza el máximo con sus últimos juegos siguiendo una moda que, de algún modo, parecía haberse impuesto durante los últimos años de vida del Spectrum. Por entonces la máquina carecía de secretos entre quienes aún la programaban, y la creciente competencia de ordenadores mucho más modernos y potentes como el Amiga condujo a un fenómeno por el que el modesto Sinclair trataba de seguir el paso, e imitar en lo posible a la nueva generación de máquinas que le estaba comiendo terreno a marchas forzadas. De alguna forma era como si el Speccy, empujado por quienes aún creían en él, se resistiese a morir ofreciendo juegos más cercanos a los 16 bits que a los 8. Extreme estaba entre ellos al igual que otras creaciones anteriores de Perry como el excepcional Savage, aunque no llegaba tan alto. Para empezar, y si bien no renuncia a su propia personalidad, parece una versión reciclada de Dan Dare III y hasta la música de la presentación es un autoplagio de la utilizada en Trantor, otro espectacular juego de Probe en el que Nick Brutty había participado cuatro años antes.

No, no nos hemos equivocado.

Estos y otros detalles transmiten una impresión general de dejadez, aunque el programa está muy bien hecho y rebosa demostraciones del gran nivel de los autores, capaces de meter el programa completo en 48 Kb. Todo un guiño hacia los veteranos que aún poseían un Spectrum “pequeño”, ninguneados porque todo lo que se publicaba entonces iba destinado al modelo de 128 Kb. Lo que Perry y su compañero parecían decirnos era algo como “bueno, el Spectrum es agua pasada, pero para nosotros lo ha sido todo y queremos despedirnos de él con tanta dignidad como nos sea posible”.

Si eso era lo que pretendían a fe que lo consiguieron, aunque su criatura estuviese en la misma onda que buena parte del catálogo producido para el Speccy en sus últimos estertores, compuesto por juegos técnicamente excelentes pero fríos, carentes de ese indescriptible “algo” que antaño había hecho grandes programas mucho más simples. Por eso es por lo que Extreme no acaba de cuajar, no acaba de ser un producto redondo. Este sería uno de los últimos juegos de Perry y el último de Digital Integration para la máquina que había proporcionado a ambos fama y riqueza, pero acabó siendo algo más que eso y su lanzamiento a mediados de 1991 señalaría la conclusión definitiva de una época irrepetible: poco después, las casas de software más importantes hacían pública su intención de abandonar la producción de videojuegos para el Spectrum. Sólo un puñado de empresas dedicadas al software barato, de serie B, se encargarían de nutrir con novedades (pocas) a los aún fanáticos de un ordenador que, habiendo sido todo hasta poco antes, se veía forzosamente arrinconado en una Europa que demandaba a gritos la llegada de nuevos aires.

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