En la actualidad, la programación de ordenadores es un concepto relativamente abstracto, en el sentido de que casi (casi) está al alcance de cualquiera con unos conocimientos que no necesariamente han de tener relación con saber programar. La brutal escalada de potencia experimentada por los ordenadores, especialmente desde los años 90, posibilitó el desarrollo de numerosas herramientas con entornos de trabajo “amistosos” que simplifican enormemente el desarrollo de aplicaciones informáticas y, por supuesto, también de juegos.

Hasta el Spectrum se ha beneficiado de ello, y gente como los Mojon Twins con su famosa “Churrera” lo atestiguan: prácticamente lo único que se necesita es que te guste perder el tiempo con los videojuegos en lugar de trabajando como hace toda persona de bien, tener una idea divertida, saber dibujar un poco y estar en posesión de cierta “base tecnológica”; aunque si no la tienes, tampoco importa mucho porque el problema puede resolverse fácilmente buscando cursillos en la Red, que los hay y muy sencillos además. En resumen, una bicoca que pone el verbo “trabajar” anteriormente citado a la altura de lo que significa para cualquier consejero delegado.

«Todo eso que se dice de nosotros es mentira. En realidad, ser consejero delegado es partirse el espinazo a cambio de un estipendio miserable». 

Esto, hace cincuenta o sesenta años, no era así. Si para muchos usuarios “de a pie” los ordenadores siguen siendo algo extraño pese a utilizarlos a diario, hace cinco décadas les hubiesen parecido cosas dignas de una peli de ciencia ficción y, de hecho, sólo los veían ahí. Entre otros motivos, porque ninguna persona normal tenía la pastizarra necesaria para comprar algo como esto ni el espacio requerido para meterlo en casa junto a la central eléctrica necesaria para darle de comer. Los ordenadores eran complicados en parte porque quienes los diseñaban podían permitirse hacerlos así; no tenían que partirse los cuernos diseñando sistemas user friendly que desperdiciasen los preciados (por escasos) recursos de la máquina porque su manejo estaba reservado a gente que, como ellos, no los necesitaba.

Las cosas empezarían a cambiar cuando, a partir de los años sesenta, los ordenadores comenzaron a esparcirse por ahí. Esto quiere decir que dejaron de ser patrimonio exclusivo de laboratorios científicos y organismos militares para instalarse en empresas y universidades, quedando al alcance de gente un poco más cercana al común de los mortales y, por lo tanto, no necesariamente licenciada cum laude en Matemáticas o Electrónica. Fue entonces cuando empezó a plantearse la necesidad de poner los ordenadores al alcance de esa gente “tonta normal”, que diría Bart Simpson, con la idea de que pudiese manejarlos eficazmente y de un modo lo más sencillo posible; problema nada fácil de resolver teniendo en cuenta las prestaciones de armatostes a los que un tamagotchi de hace tres lustros dejaría en mantillas.

Todo el esfuerzo empeñado en desarrollar algo como el ENIAC resumido en esto cincuenta años después. Un sin dios.

Por ello no extraña que desfacer el entuerto no fuese cosa de un par de cretinos. Como profesor de Matemáticas doctorado y premiado en Princeton, Thomas Kurtz había planteado una serie de conceptos revolucionarios para el diseño de sistemas informáticos destinados al uso por parte de público no experto. El judío húngaro János Kemény emigró a Estados Unidos junto a su familia huyendo de los nazis, y tras nacionalizarse y americanizar su nombre cambiándolo por el de John Kemeny participó en el Proyecto Manhattan y llegaría a trabajar como matemático asistente de Albert Einstein tras graduarse en 1947 y obtener el doctorado, también con premio como Kurtz, dos años más tarde. Como jefe del departamento de Matemáticas de la Universidad de Darmouth, en New Hampshire, entró en contacto con Kurtz y entre ambos pergeñaron la idea de reunir a un grupo de estudiantes aventajados bajo su dirección para crear un nuevo lenguaje adaptado a las necesidades de un futuro que ya era presente, con más y más ordenadores funcionando y más personas pudiendo acceder a ellos.

Así fue como nació el Código simbólico de instrucciones de propósito general para principiantes; lo que hoy todos conocemos como BASIC por sus siglas en inglés. La primera versión del nuevo lenguaje contenía catorce comandos, y el primer programa escrito con él fue puesto en funcionamiento a las cuatro de la mañana del primero de mayo de 1964. El éxito sería inmediato y espectacular: para el otoño ya se impartían clases de BASIC en Dartmouth a un gran número de alumnos, quienes tras un cursillo introductorio de un par de horas ya podían empezar a programar. Cuatro años después lo usaba casi todo el campus, lo que animó a Kemeny y Kurtz a escribir versiones mejoradas y correr la voz por otras instituciones para que también utilizasen BASIC, poniéndolo a disposición del público general siempre de forma gratuita.

Los inventores del BASIC en una imagen de finales de los 60.

Todo ello explica que no pueda entenderse la revolución de los ordenadores personales sin el concurso del BASIC, que a partir de la segunda mitad de los años setenta se convertiría en algo parecido a lo que hoy son Windows, Linux o Android, común a la práctica totalidad de micros domésticos que se vendían por todo el mundo. Si bien el BASIC no era un lenguaje estandarizado (cada fabricante desarrollaba su propia versión, que incluso podía variar con cada nuevo modelo), la base era siempre la misma y su sencillez permitió que millones de personas se animasen a aprender los rudimentos de la informática. A perderle el miedo, y puede que hasta el respeto que generaba ese miedo, siendo el trampolín que luego utilizarían para el aprendizaje de lenguajes más complejos.

En este sentido, el mérito del BASIC y de sus creadores es incuestionable, ya que formularon una auténtica piedra filosofal electrónica capaz de adaptarse a cualquier entorno para funcionar en él cumpliendo con su tarea, en absoluto baladí, de hacer el uso de un ordenador lo más fácil posible al usuario neófito, sirviendo como intérprete de sus órdenes ante la CPU. Y todo ello en máquinas tecnológicamente muy limitadas y con unas capacidades internas que hoy casi mueven a la risa floja: un Sinclair ZX-80 tenía una ROM de 4 kilobytes. En ese espacio había que meter todo lo necesario para que el ordenador funcionase y el usuario pudiese interactuar con él, incluyendo el intérprete BASIC capaz de entender alrededor de treinta comandos y funciones. En 4 Kb.

Dando por sentado que cuanto más sencillo queremos que sea un sistema para el usuario final más complicado tenemos que hacerlo por dentro, el BASIC demostró cualidades excepcionales, reuniendo un entorno de uso amigable la simplicidad necesaria para ocupar poca memoria y la flexibilidad que requería su implementación en toda clase de aparatos diferentes entre sí. El mismo Spectrum no hubiera sido lo que fue por muchas razones, pero entre ellas estuvo su BASIC (herencia del ZX-80 aunque más evolucionado e implementado ya en 16 Kb), ideado para un aprendizaje rápido en personas que jamás habían tocado un ordenador. Para muchas fue el primer paso hacia lo que hoy es su profesión, en la que es muy probable que todavía usen el lenguaje con el que aprendieron a “hablar”. Porque el BASIC todavía se usa en computadoras modernas, aunque sea en versiones que poco o nada tienen que ver con aquel invento revolucionario que John Jemeny y Thomas Kurtz resumieron en catorce palabras.

Sueño para unos. Pesadilla para otros.

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