A estas alturas resulta evidente que la de los ochenta fue una época tan singular como nefasta. No en vano la periodista Rosa María Calaf, una de las pocas personas aún dignas de merecer tal consideración en España, dijo que «de aquellos barros, vienen estos lodos» refiriéndose al mundo feliz que disfrutamos hoy gracias a su herencia. Por tanto no deja de sorprender el empeño por reivindicar esos años como los más guays de la historia; un fenómeno digno de análisis sociológico en el que, sin duda, tiene mucho que ver el control que sobre los mass mierder ejercen las castas dirigentes surgidas al calor de la revolución neocon impulsada desde Estados Unidos por Ronald Reagan con la idea de mantener a la gente en un perpetuo estado de imbecilidad, no vaya a ser que se ponga a pensar y concluya que las cosas bien podrían haberse hecho de otra manera.
«Hacemos de este mundo un lugar maravilloso».
Esta especie de New Deal a la inversa trajo consigo un incremento de los movimientos solidarios. Lo que en principio se antoja paradójico no lo es tanto cuando las estadísticas demuestran que son las clases menos pudientes las más dispuestas a ayudar al prójimo en momentos de adversidad. Resumiéndolo de un modo muy burdo, a más pobres más solidaridad entre ellos. Esa solidaridad se acrecienta entre los jóvenes, más dados a creer en la buena voluntad de la gente y en la posibilidad de cambiar el mundo (en definitiva, más ingenuos).
Si a todo a eso le unimos el aumento de influencia experimentado en los ochenta por los medios de comunicación audiovisuales, en general muy orientados a la juventud, y el surgimiento a raíz del mismo de un nuevo tipo de celebridades sobre todo en el terreno de la música popular, cuyo tirón alcanzó cotas desconocidas, ya tenemos el caldo de cultivo perfecto para toda la panoplia de eventos reivindicativo / solidarios que tan habitual fue entonces, vinculados a causas como el desarme nuclear o el fin el apartheid en Sudáfrica y la liberación de Nelson Mandela. Fue la era, hoy cada vez más lejana para las nuevas generaciones, de los dioses capaces de congregar en estadios u otras grandes superficies a decenas o cientos de miles de personas con una sola llamada. Fue la era de U2, de Madonna o Michael Jackson. Y fue también la de Bob Geldof, que decidió consagrarse a la organización de grandes fastos solidarios en vista de que su carrera como músico no terminaba de despegar y de que, a fin de cuentas, algo hay que hacer para vivir. Ya se sabe: quien quiere follar se monta una secta, y si lo que quiere es trincar pelas monta una ONG. Hoy, los todólogos y juntaletras que se pasean por doquier haciéndose pasar por periodistas les llamarían «emprendedores de la solidaridad». Fijo.
José Luis Gamarra, ejemplo de emprendedor solidario.
Como era de esperar, la repercusión del Live Aid y otros saraos montados para que los chavales empatizasen con los negritos famélicos de Etiopía mientras se ponían gochos a la hora de la merienda, acabó reflejándose también en los videojuegos. Cosa lógica por otra parte. Pero eso sí, de forma más bien modesta, porque no hay que olvidar que en los ochenta los videojuegos no eran lo que son hoy ni por aspecto, ni popularidad ni, por supuesto, por volumen de negocio. No había muchas posibilidades de trincar pasta apelando al sentimiento de quienes desperdiciaban su vida matando marcianos, por lo que este tipo de iniciativas fueron escasas y se limitaron, como norma general, a reunir en una cinta un puñado de juegos más que amortizados (y en más de un caso, de serie B) para venderlos a un precio razonable y sacar un dinerillo extra con ellos, parte del cual se destinaba luego a la acción benéfica de turno.
Soft Aid (1985) es la más conocida y su nombre no es casual, ya que sigue la estela de la Band Aid para recaudar fondos con los que paliar la hambruna en Etiopía recopilando diez juegos, todos ellos ya anticuados, y el añadido del single Do They Know It´s Christmas? con la típica reunión de músicos dispuestos a todo (incluso a cantar juntos) para desgravarse impuestos. Un clásico de la solidaridad epocal. ¿Perder tiempo (y dinero) programando un juego completamente nuevo exclusivamente con estos fines? ¿Pero en qué mundo os creéis que vivimos, pimpines? Y sin embargo, alguien lo hizo.
David y Richard Darling eran dos hermanos de familia pija típica, con papá de profesión emprendedor y mamá transustanciada en coneja para traer churumbeles al mundo, siete en total. En virtud de la emprendedora labor de papá la familia recorría incansablemente el globo, de Australia a Canadá, y fue en este último país donde los hermanos Darling tuvieron su primer contacto con los ordenadores cuando a los once años papá les regaló un Commodore PET, que enseguida aprendieron a programar para hacer juegos con los que divertirse.
Con el paso del tiempo, de los ordenadores, y ya de vuelta a su Inglaterra natal, los dos Darling llamaron la atención de la que era la compañía de software barato por excelencia, Mastertronic, que era conocida tanto por su prolífica trayectoria como por la baja calidad de la misma. Allí los hermanos se foguearon como profesionales y no tardaron en darse cuenta de que valían para ir por libre y con la ayuda de papá montaron su propia empresa de software budget, Codemasters, en 1985. Haciendo uso de unas agresivas políticas de distribución, publicidad y precios, tres años más tarde se habían merendado a toda la competencia y su boyante negocio iba camino de convertirse en imperio, algo de lo que eran muy conscientes y por lo que no vacilarían incluso en piratear a Nintendo, enfrentándose a ella en los tribunales para darle el empujón necesario, con un par de bemoles.
Entre medias, y ya que había dinero, decidieron aprovechar el año olímpico de 1988 y la publicidad gratuita que suponía para adscribirse a un singular acto benéfico publicando un videojuego cuyos beneficios serían destinados a obras de caridad. No era la primera vez que se hacía algo así, pero a diferencia de otras ocasiones el juego sería completamente nuevo y la empresa responsable de la idea se la tomaría realmente en serio, encargando el trabajo a sus «programadores franquicia». A los primeros espadas de la plantilla.
Aquellos dos tipos guardaban muchas similitudes con los Darling. Para empezar también eran hermanos, aunque esta vez gemelos, habían empezado a programar siendo unos micos como ellos, e igualmente su ambición parecía no tener límites en virtud de su industriosa capacidad de trabajo y de lo rápido que habían prosperado. Los Oliver Twins son leyenda en la historia del software, y si alguien lo duda no tiene más que invocar la palabra Dizzy en su buscador favorito. Codemasters jamás hubiese alcanzado la posición que disfrutaba a finales de los ochenta de no ser por ellos, algo de lo que los Darling eran muy conscientes y por lo que estaban dispuestos a dejar cualquier cosa que estuviesen haciendo para recibirles con los brazos abiertos.
Inspirándose en un evento organizado en 1986 por (adivinen) Bob Geldof, llamado Sport Aid para no faltar a la tradición y repetido dos años después bajo el lema Change The World, los gemelos Oliver crearon en muy pocas semanas un coqueto juego en el que un atleta africano debía recorrer los cinco continentes con una antorcha en la mano para dar a conocer su labor humanitaria, resolviendo pequeños puzles mediante el uso correcto de un puñado de objetos hasta llegar a la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, donde la aventura finalizaba con el encendido de un gigantesco pebetero. Siguiendo la pauta habitual de Codemasters, se llevó a cabo un ímprobo esfuerzo publicitario, llegando David y Richard Darling a embarcarse en un maratón de viajes y contando con el apoyo del músico Peter Gabriel, quien cedió una de sus canciones para promocionar el tingaldo. El lanzamiento tuvo lugar coincidiendo con los Juegos Olímpicos de Seúl, y las primeras impresiones vertidas desde las revistas especializadas daban a entender que estábamos ante algo más que una iniciativa con buenas intenciones, en la que el videojuego que la apoyaba no sólo era nuevo sino además bueno.
No se equivocaron. The Race Against Time, sin ser una obra maestra, estaba bien hecho y ofrecía aspectos destacables como unos elegantes gráficos, que contribuían a resaltar la belleza de sus cien pantallas sobre todo cuando aparecían monumentos como la Ópera de Sídney, el Taj Mahal o la Torre Eiffel, en general diseñados con un estilo agradable y mucho gusto por el detalle dentro de lo que las limitaciones del Spectrum admitían. Movimientos y sonidos, sin obnubilar tampoco, eran pulcros y estaban bien realizados por lo que inicialmente el conjunto, sin salirse tampoco de lo que entonces resultaba convencional, al menos animaba a ser probado por el jugón de turno con posibilidades de engancharle con su mezcla de acción y aventura. Por añadidura la dificultad tampoco era demasiado alta. La existencia de algunos bichos con malas intenciones y de peligros físicos como las caídas a gran altura o al agua que apagaba la antorcha quedaba eclipsada, eso sí, por el peor adversario de todos: el tiempo.
El juego no se titula The Race Against Time por casualidad y aquí el tiempo será nuestro asesino la inmensa mayoría de las veces, siendo necesario conocer muy bien la utilidad de los objetos y la secuencia de acciones a realizar para ir abriéndonos paso a través de los diversos escenarios / continentes, llevando a cabo una minuciosa planificación del recorrido. Resumiendo, nos hará falta una buena guía para finalizar el juego antes de que el tiempo límite (no más de un cuarto de hora por mucho que hagamos para ampliar los cinco minutos iniciales) finalice con nosotros. En caso contrario será fácil caer en la frustración tras las primeras intentonas, porque hay que recordar que The Race Against Time no deja de seguir los dictados de la época en que fue concebido, cuando los usuarios veían las dificultades como un reto a su habilidad y no como un obstáculo.
No cabe duda de que estamos ante un buen juego con buenas intenciones. En todos los sentidos. Al margen de sarcasmos por una vez, en su momento me alegré de que las revistas le otorgasen hueco en sus páginas y de que se vendiese bien, pese a que los hermanos Darling acarreaban cierta fama de trapaceros. Pero eran jóvenes como yo, y a fin de cuentas tenían cara de buena gente. También como yo.
En esas circunstancias era difícil resistirse a participar de su iniciativa y yo mismo acabaría comprándome el juego después de rechazar el ofrecimiento de una copia pirata que me hizo un compañero de instituto. Escaquearse de pagar por algo así, y más cuando te lo vendían por poco más de 4 euros al cambio, era algo propio de seres mezquinos, pura chusma. Quizá es que entonces era más joven, más ingenuo (que ya es decir), y creía de verdad que era posible cambiar el mundo sin salir por ahí en un fin de semana como único sacrificio, estando en casa en lugar de emborrachándome en cualquier tugurio para intentar tocarle el culo a alguna tía más borracha aún que yo.
Leo Messi, faro de la juventud actual.
Leyendo el articulo, me ha venido a la cabeza la canción «we are the world» como ejemplo de solidaridad de los 80, y no sé porque ,pero tambien se ha mezclado ,asi de repente, el video de Genesis «Land Of Confusion» donde salen todos ellos como personajes de spitting image,simplemente genial. Por cierto excelente artículo, me ha hecho recordar aquellas tardes jugando al spectrum y grabando videos musicales en el VHS. Saludos.
Gracias. We Are The World es el otro jit solidario epocal, la contraparte de Do They Know It´s Christmas por el lado yanki, aunque Bob Geldof no perdió ripio para meter la zarpa aquí también. Siempre me gustó mucho más la parodia de Siniestro Total «Somos la Hostia (We Are The World)» que el tema original, muy digno de sus autores cuando se ponían a hacer baladas. En pocas palabras: insoportables.
El vídeo de Genesis es la caña, como lo era el genial (e injustamente olvidado) programa de TV del que toma la idea y los personajes. Cuando Phil Collins se ponía en plan tocapelotas podía ser muy cabrón, como cuando le dio por parodiar las poses gilipollas de Michael Jackson al final del vídeo de I Can´t Dance.