(Viene del penúltimo capítulo).

Total, que al final necesitas una buena guía, un buen mapa y varios pokes para jugar con Avalon (y Dragontorc) si no quieres acabar zumbado, víctima de una frustración sin límites. Ahora más que en los ochenta, pues nadie en su sano juicio está dispuesto a pasar semejante calvario frente a su ordenador o consola. En mi caso es distinto porque para empezar me debo a mis followers y debo estar preparado para sacrificarme por ellos, siempre que me llenen de loas y parabienes en los comentarios de la web o en las redes suciales esas. Ya que estoy dispuesto a beber de las fuentes de la locura, por lo que menos que me sirva para elevar el ego a niveles satelitales.

Dentro de unos años me veréis así.

No obstante reconozco que me invadía una sensación contradictoria, extraña. Estos juegos pueden ser desesperantes, sí, pero en las dos o tres semanas que pasé con ellos para redactar este misal (¡nada menos que cuatro entregas!) también hubo momentos que los disfruté mucho. En las primeras partidas tras «desempolvarlos» quise comprobar lo lejos que podía llegar antes de tener que echar mano de «chuletas» y tucos, y me sorprendí a mí mismo siendo capaz de completar los dos primeros niveles de Avalon y el primero de Dragontorc recordando de memoria los pasos necesarios. Detalles así son los que muestran a qué punto llegó mi pasión por ellos, especialmente por el citado Avalon, que para eso llegó el primero.

Ya hemos dicho que los puzles no son muy intuitivos que digamos. Hasta hay objetos «de mosqueo» que no sirven para nada, un clásico en programas como este. Además la guía de Avalon escrita por Fernando Herrera para la revista Micromanía no nos dice concretamente los pasos a seguir sino que es «orientativa». Cuando lo habitual era darle a los lectores un procedimiento «mascado» para llegar al final de cualquier juego, Herrera nos obligaba a estrujar un poco el cacumen mediante el uso de una redacción algo enigmática, invitándonos a explorar cada nivel con detalle para avanzar. La de Dragontorc, obra de J.J. Quesada para la misma revista y publicada en el mismo número que la otra (aunque curiosamente aparece antes), va más al grano y por tanto es más fácil de seguir.

De todos modos se hace evidente que mi cabeza ya no está para estos trotes. O no lo está como antes, eso seguro. Si progresar en el juego no es de por sí una tarea asequible, hacerlo viéndose obligado a parar cada dos por tres para consultar la guía y luego discurrir es ya el colmo. Luego ves un walkthrough de esos que alguien cuelga en YouTube y te preguntas qué clase de mente privilegiada está detrás, cuando no directamente si hay truco en el montaje del vídeo; porque completar de una sentada un juego como Avalon, sin trucos y de un tirón, no es algo que esté al alcance de un ser humano corriente. Hay que tener una mente privilegiada. O directamente enferma.

La cosas se complica todavía más con Dragontorc, que al ser más denso y largo que su antecesor requiere más tiempo aún para completarlo:

¿Quiere esto decir que ambos juegos son una mierda? Nada más lejos. Al contrario, son dos excelentes programas. En especial el primero, porque fue el que «abrió el melón» (por así decirlo) creando una tendencia que hasta entonces nos era prácticamente desconocida, al menos en Europa. En el apartado técnico resultaba intachable para los estándares de 1984 y su magnífica ambientación, tétrica y oscura, provocaba hasta escalofríos porque nadie sabía con qué extraños peligros se encontraría tras una puerta.

Tal como se afirmó en un capítulo anterior, supuso una revolución que su sucesor se encargaría de evolucionar aunque para entonces ya no sorprendiese tanto. El concepto había dejado de ser novedoso, y el rápido aprendizaje de los programadores con el Spectrum, que permitiría la llegada de una plétora de juegos excepcionales para hacer de 1985 uno de los mejores años en la historia del software europeo, convirtió a Dragontorc en un actor secundario aunque a la hora de la verdad se vendiese bastante bien. La gran popularidad alcanzada, aparte de dar pie a la creación de una sólida comunidad de fans, permitió alargar la vida comercial de ambos programas incluso lanzándolos en un pack conjunto que, creo recordar, solo estuvo a la venta en el Reino Unido.

Y es que estos juegos tenían algo especial. Steve Turner era un tipo carismático, y de algún modo ese carisma se transmitía a sus programas. Considerado un intelectual aficionado a las ciencias, la historia y la música, además estaba dotado con una gran habilidad para plasmar aquel torrente de conocimientos de forma no sólo creativa sino también divertida. Lo demostraba, ya de entrada, en las instrucciones de los juegos que nos ocupan, para cuyos libretos escribió poemas y dibujó mapas esquemáticos que, además de zambullirnos en la peculiar atmósfera que había imaginado para ambos programas, nos animaban a jugarlos cuanto antes. Aunque el estilo seguía la senda abierta por Ultimate con la publicación de Sabre Wulf, Turner y su jefe Andrew Hewson (que admiraban el trabajo de los hermanos Stamper tanto como para querer imitarlo) supieron darle un toque distintivo.

Página del libreto de instrucciones de Avalon, con el poema escrito por Turner para la ocasión. 

No estamos pues ante dos juegos que no merezcan el éxito que disfrutaron en su momento. Su problema, que es el que afecta por extensión a la mayor parte de la programateca del Spectrum, es que están pasados de moda. Han envejecido mal porque Steve Turner los programó bajo ciertos cánones vigentes en la época que hoy están completamente trasnochados. El manido tópico de que el tiempo no perdona, que no pasa en balde, sirve también para esta ocasión porque no estamos ante uno de esos casos excepcionales en que la regla no se aplica; es algo sobre lo que ya escribí con detalle en una ocasión. Las sociedades cambian, se transforman. A paso lento, pero lo hacen. Poniendo un ejemplo facilón, en tiempo de los romanos hasta los filósofos más progres consideraban que tener esclavos era algo normal y necesario en la vida. En lo que atañe a videojuegos sólo han hecho falta unas pocas décadas para que ciertas actitudes y planteamientos a la hora de diseñarlos se consideren inadmisibles.

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