La Edad Media ha fascinado y fascina a generaciones de personas. En particular desde el segundo tercio del siglo pasado, cuando diversos avances en materia socioeconómica mejoraron las condiciones de vida del grueso de la población y esto permitió su acceso a una «cultura de ocio» inalcanzable hasta entonces para ella. Mucha gente empezó a interesarse por aquel periodo de la historia, y dicho interés se acabaría reflejando en la literatura, el cine… y los videojuegos, por descontado.

En el prefacio de su libro La República Romana (que ya puestos les recomiendo encarecidamente), Isaac Asimov definia la Edad Media como un tiempo «duro y miserable» sin ambages y con toda la razón. Entonces ¿qué singular atractivo lleva a tantos (en muchos casos jóvenes) a dejarse seducir por esa época de oscuridad? Quizá se deba a que periodos con evidente falta de ley, orden y justicia como aquel son propicios a la consecución de gestas épicas sobre todo de carácter individual. A todo el mundo le gusta erigirse en héroe y más cuando lucha contra un sistema opresor, para qué vamos a engañarnos. Y luego está la ignorancia y enfrentamiento a la razón científica tan propia de ese tiempo, alimentando multitud de relatos fantásticos que, como la existencia de dragones o la leyenda artúrica, contribuyen a espolear la imaginación colectiva.

¡Si, la Edad Media mola!

Por todo esto no sorprende el arraigo de la Edad Media en la cultura de nuestra sociedad, lo que contribuye a explicar el éxito de obras como las de Tolkien o el marrano de George R.R. Martin. La Edad Media ha inspirado e inspira toda suerte de productos, y ya hemos comentado que los videojuegos figuran entre ellos. Desde los inicios mismos de la industria. En cuanto se dieron las condiciones mínimas de desarrollo, traducidas principalmente en la existencia de máquinas asequibles capaces de representar en una pantalla algo más que dos rayas y un punto desplazándose a un lado y otro, no tardaron en llegar videojuegos con la Edad Media como lev motiv. E incluo antes, las primeras aventuras de texto, en más de un caso ambientadas en mágicos mundos de inspiración medieval, contribuyeron con su particular grano de arena.

Ni que decir tiene que el Spectrum cumplía sobradamente los requisitos pese a sus limitaciones. Al poco de ser puesto el ordenador a la venta ya estaba disponible The Hobbit, una aventura de texto; pero no  tendría que pasar ni un año para la llegada de una propuesta si cabe aún más sofisticada como Alchemist, juego que hoy estaría en todos los libros de historia de haberse hecho en Estados Unidos o Japón en vez de en la gris Inglaterra de los primeros años ochenta. Con su magnífica ambientación de corte siniestro y su acertada mezcla entre videoaventura y arcade de plataformas, amén de con un protagonista capaz de transformarse en águila a voluntad, Alchemist fue como darle un sopapo Bud Spencer style a todos aquellos detractores del Spectrum que, acostumbrados a ver sencillos juegos y programas para el modelo de 16 Kb, juzgaban aquel trasto minúsculo como incapaz de nada más interesante.

Transcurridos siete lustros desde su publicación, Alchemist continúa siendo un entretenimiento muy disfrutable cuando se conocen los pasos necesarios para completarlo, tampoco muy numerosos, gracias a que su ajustado nivel de dificultad permite acabarlo, en poco más de diez minutos, sin necesidad de trucos. Pero lo más importante es que su éxito abrió un camino seguido de inmediato por otros programadores.

Uno de estos era Steve Turner, que ya tenía treinta años cuando decidió ponerse a a programar videojuegos tras comprarse un ZX-80 en kit «hágalo usted mismo» (para montarlo en casa), iniciando así una carrera profesional movido esencialmente por dos afanes: el primero era plasmar en un Spectrum entornos tridimensionales creíbles, un reto nada sencillo en torno al cual habían girado sus primeros programas comerciales como 3D Lunar Attack; el segundo era la pasión por Dungeons & Dragons, al que jugaba habitualmente con sus amigos.

Como fiel estado vasallo de los USA (más aún en esos años) unido a él por fuertes lazos socioculturales, Reino Unido era muy receptivo a todo lo que llegase del otro lado del charco y el RPG tenía ya miles de seguidores mucho antes de ser siquiera conocido en muchos países de la Europa continental. En los setenta, Dungeons & Dragons había causado tal furor entre los norteamericanos que incluso alentaría el nacimiento de una de las productoras de videojuegos más reconocidas de todos los tiempos, que pocos años después ya estaba empleando a decenas de personas y vendiendo productos por valor de millones de dólares cuando la mayoría de sus competidores eran, en comparación, chiringuitos playeros.

Cono hombre poco dado a la autocomplacencia, Steve Turner se planteó la posibilidad de trasladar al Spectrum el fantasioso mundo medieval de Dungeons & Dragons, aunando todo lo que había aprendido sobre entornos 3D con un estilo de juego «amigable» y fácil de captar por cualquier usuario con solo una pequeña toma de contacto. Desde luego no era una labor sencilla, menos aún en ese momento: el Spectrum todavía era lo bastante nuevo como para no haber revelado a los programadores todos sus secretos, pese a la creciente sofisticación de lo que se publicaba para él merced al tirón de su enorme popularidad, que demandaba continuamente nuevos productos espoleando la creatividad de quienes se encargaban de surtir su creciente mercado. Porque el Spectrum no dejaba de ser un artefacto bastante limitado en virtud de su sencillez, y eso no dejaba de imponer enormes restricciones a quien, como Turner, buscaba rebasar los límites dando pie a un concepto de juego desconocido hasta entonces. Era una apuesta muy arriesgada. Y sin embargo, le salido bien.

(Continúa pinchando aquí).

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