Comencemos por el principio: el título de este post va entrecomillado porque no es original, sino que está tomado de un poema que una compañera de instituto le escribió a su noviete o algo así. Es verdad que segrega un tufo a cursi que echa para atrás (la chica tenía entonces diecisiete años. ¿Qué esperaban?), pero resume a la perfección la esencia de los muchos homenajes a Bob Wakelin que estos días inundan la Red. Y no porque quienes los impulsan sean unos cursis, faltaría más, sino porque para muchos de ellos (cuando no todos) Wakelin era «su» dibujante.

Como probablemente ya sabrán, Bob Wakelin murió el pasado 21 de enero, eso que los anglosajones denominan to pass away haciendo gala de su eufemístico uso del lenguaje que tanto daño ha hecho a la civilización occidental. La noticia cayó como una bomba porque lisa y llanamente nadie se la esperaba aunque el artista nunca ocultase sus achaques, ya fuesen provocados por el asma que padecía desde niño o por los excesos durante su época como teclista del grupo new wave Modern Eon. En los últimos meses, ya gravemente tocado por la leucemia, apenas podía viajar o trabajar, pero con el socarrón humor que le caracterizaba solía decir que la culpa de todo la tenían los largos años de trabajo con el aerógrafo y los disgustos que se había llevado como ilustrador de videojuegos.

No es la primera vez que reservo un hueco en la web para el que está considerado por muchos como el dibujante más popular en la historia del software lúdico europeo. Lo paradójico es que esa popularidad le llegó cuando los años dorados de aquel software eran agua pasada, encima habiéndolos trabajado en la empresa más fecunda y mediática del sector, Ocean, que jamás desaprovechaba la ocasión de aparecer allá donde su nombre pudiese destacar. Siguiendo las líneas maestras trazadas por su gerifalte, el ínclito David Ward, hasta las empleadas de la limpieza estaban dispuestas a conceder entrevistas con tal de que la marca «Ocean» fuese omnipresente, siendo también una de las que más invertía en publicidad desde sus inicios.

Por eso llama la atención que Wakelin fuese prácticamente un desconocido. Para casi todo el mundo la única noción de su existencia residía en su firma, muchas veces indistinguible en los trazos de las pequeñas ilustraciones con las que «daba presencia» a miles de cintas de casete. Solo tras el boom de la retroinformática y los emuladores pudimos poner cara y voz al responsable de aquellos dibujos llenos de personalidad que en las tiendas permitían distinguir los juegos de Ocean al primer golpe de vista, llevando a más de uno incluso a comprarlos sin hacer averiguaciones previas sobre su calidad. Algo que durante años se consideró muy arriesgado por culpa de un catálogo sumamente dispar, en el que los buenos programas se mezclaban con productos sacados directamente de un retrete escocés.

Cliente buscando su videojuego favorito en una tienda de Edimburgo.

Como suele ocurrir cuando alguien muere, y más tratándose de una persona conocida, más importante que el hecho en sí es su legado, porque es lo que al final cuenta. En el caso de Wakelin y ciñéndonos a los videojuegos, este se cifra en más de cien ilustraciones, muchas de ellas memorables aunque solo sea por eso: por haber quedado grabadas en la memoria de todos aquellos europeos poseedores de un ordenador durante los años ochenta del siglo pasado, independientemente de su calidad. Porque Wakelin no ahorraba críticas hacia su propio trabajo cuando así creía oportuno (calificándolo en más de una ocasión como basura) ni hacia un mundo y una época mitificadas en virtud de una nostalgia peligrosamente gratuita.

Los nuevos medios digitales llegados a partir de la década de 1990 convirtieron sus obras en pinturas rupestres y a él mismo en un cavernícola, señalando el principio del fin de su relación con Ocean. De allí se fue con cajas destempladas y a punto estuvieron de arrojar a la basura todos los originales que guardaba en sus oficinas, salvados in extremis por amigos y excompañeros y más tarde preservados por coleccionistas de toda Europa. El rencor (justificado) hacia sus antiguos jefes le llevaba incluso a rechazar invitaciones de ferias y convenciones para no encontrárselos, aunque tampoco se mordía la lengua a la hora de calificar el mundo de la informática clásica como un nido de fanfarrones y tíos con exceso de ego en general. De pura chusma, que no obstante siempre supo valorar el inmenso talento de «su» dibujante.

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