A buen seguro esto (o algo parecido) es lo que muchos debieron pensar tras probar Dynamite Dan II. Pocas veces el famoso axioma ha sido puesto tan en duda, al menos en lo que a videojuegos respecta, y la prueba es que un cuarto de siglo después de salir a la calle es uno de los programas para Spectrum que mejor han envejecido. Esta especie de recreativa de andar por casa, perfecta para matar el rato mientras esperamos la hora de la cena o de ir a dormir, todavía merece un hueco en muchas webs de retrogaming o similares, lo que prueba fehacientemente su calidad y, sobre todo, lo divertido que es.

Tras el éxito de Dynamite Dan en 1985, estaba cantada la aparición de una secuela que llegaría justo un año después, sin hacer mucho ruido pero con muchos ases escondidos en su manga. El título completo del asunto, Dynamite Dan II: Dr Blitzen and the Islands of Arcanum, parecía sacado de un LP de Terence Trent D´Arby y la pantalla de carga tenía un aspecto grotesco; pero las reticencias que estos detalles pudiesen generar en el respetable enseguida pasaban al olvido tras echar unas partidas: DD II, sin faltarle el respeto a los principales elementos que habían convertido a su antecesor en un pequeño clásico, lo mejoraba sensiblemente ampliando el mapeado y aumentando su ya de por sí alocada dosis de acción.

Sin embargo, la principal mejora residía en la acusada disminución de la dificultad, que si bien seguía siendo alta al menos resultaba accesible para el común de los mortales, e incluso permitía finalizarlo con algo de habilidad y suerte (un par de amigos míos lo consiguieron). Rod Bowkett acertó de pleno con este nuevo planteamiento, que seguía luciendo estupendamente en materia gráfica y sonora, y en el que incluso se permitía autoparodiar su afición por la música clásica: el objetivo era destruir una serie de perniciosas melodías con las que el malvado Dr. Blitzen pretendía sojuzgar a la humanidad, que el propio Bowkett seleccionó entre sus favoritas.

Oligofrenia, locura o simple vagancia.

En definitiva, poco más puede decirse de este entretenidísimo muestrario de enajenación mental, que ha terminado haciendo historia al correr de los años por méritos propios. Lo mejor que uno puede hacer con él es disfrutarlo jugando, en lugar de llenarse la boca glosando sus virtudes. Algo que por otra parte también es loable, pero que en modo alguno se puede comparar al placer de dedicarle unos minutos de vez en cuando. Nadie se arrepentirá.

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